Después del debut, el argentino comprobó que le nuevo destino en Estados Unidos le garantiza tranquilidad en la recta final de su carrera, pero sin resignar su espíritu competitivo en un equipo en construcción.
Si alguien se preguntaba qué vino a hacer Lionel Messi al fútbol de los Estados Unidos, la respuesta quedó saldada en el último instante de su primer partido con la camiseta del Inter Miami. Tras clavarla en el ángulo de tiro libre y definir el partido, el 10 hizo lo que nunca había hecho a lo largo de su carrera: corrió hacia un costado, tomó impulso, abrió su alma y se abrazó con sus hijos.
La imagen es una continuidad de lo que pasó en Qatar. Es como una escena postcréditos que tardó siete meses en salir pero que finalmente vemos. Y disfrutamos.
Apenas se supo campeón del mundo, aquella noche en Lusail, Messi miró hacia el palco donde se encontraba su familia, empezó a mover los brazos y les dijo que ya estaba, que se había terminado, que se había sacado esa mochila que lo desgarraba por dentro desde que era un pibe, sufriendo angustias con la Selección Argentina mientras en Europa acumulaba títulos, récords, logros, reconocimientos y mucho dinero. «Ya está, ya está…». Pero no estaba nada.
A los 36 años de edad, Messi parece haber venido a la tierra de Disney para escribir el final feliz de este cuento maravilloso que fue y sigue siendo su vida dedicada al fútbol. No vino a jubilarse, que quede claro. Va a tratar de ganar lo que sea, incluso esta Leagues Cup de curioso formato, que el martes lo tendrá enfrentando al Atlanta United de Thiago Almada.
Pero tiene por delante dos años en una liga sin presiones, sin tapas de diarios incendiarias, programas de TV que lo destraten o barras juntándose a apretar directivos. De la mano de Beckham, Leo se generó el ambiente ideal para ser feliz jugando a la pelota, y los resultados irán llegando. «Es una liga que te permite que tengas el estado de ánimo bastante estable», resumió Sebastián Saja hace unos días, entrevistado por Clarín.
Cuesta asimilar todavía lo que se vivió la noche del viernes en el DRV PNK Stadium, comenzando con ese encuentro histórico entre Leo y LeBron James, que le eriza la piel a cualquier amante del deporte. Tras ese choque de GOATs, Messi se sentó en el banco de suplentes y miró el partido como si estuviera comiéndose una pizza en su casa con amigos.
Le susurró algo a Josef Martínez que le sacó una carcajada al venezolano. Charló mucho con Busquets y con un integrante del cuerpo técnico. Gritó y aplaudió de pie el golazo del 1-0 marcado por el finlandés Robert Taylor. Y también sufrió cuando el chico Ian Fray cayó al piso con señales de haber sufrido una lesión grave en la rodilla. A los 20 años ya tuvo dos roturas de ligamentos, y todo indica que tendrá que enfrentar una más.
Es tan grande Messi. El Tuca Ferretti, el veterano entrenador del Cruz Azul, dijo en la previa que lo admiraba como futbolista pero más como persona. Cuando terminó el partido, con la adrenalina por las nubes después de darle la victoria a su equipo en la última jugada, Leo tuvo la lucidez de dedicarle el triunfo a Fray. Y la volvió a clavar al ángulo.
El estadio explotó cuando se quedó en el entretiempo calentando con una pechera roja. Fueron unos cinco minutos que levantaron al público, y que hacían más cercano su ingreso a la cancha. En un momento se puso a hacer jueguito y encaró para el vestuario llevando la pelota en el aire, como si fuera Maradona, hasta que con un zurdazo la tiró por última vez bien lejos y hacia arriba. Fua, el Diego.
El minuto 8 de la segunda mitad quedará en los libros de la MLS, y ahí Leo ya dejó de sonreír y empezó a divertirse pero con gesto serio con su cómplice de toda la vida: la número 5. Verlo desde la platea es ver a otro Messi. Cómo se mueve, cómo la pide.
La conexión con Busquets fue automática: Leo picaba y el español se la dejaba en el lugar justo. A uno de sus compañeros, un grandote de apellido Robinson, estadounidense pero con temperamento sudamericano, le hablaba como si fuera un maestro a su alumno, y el muchacho empezó a entenderlo.
Probó de córner y casi lo mete olímpico. Es el único tipo de gol que le falta convertir y es cuestión de tiempo para que encuentre el segundo palo de algún arquero distraído. Vino a divertirse Messi, a jugar a la pelota. Y esto recién comienza.
Ahora, la única preocupación de los Messi será determinar en que zona de este territorio interminable se instalarán para vivir, y todo girará alrededor de dos cosas: la cercanía al estadio y el colegio que elijan para sus hijos. Pero de eso no se habla por aquí, al menos por ahora. Leo goza de un nivel de privacidad que el Inter Miami le viene cumpliendo con eficiencia.
En el ocaso de su trayectoria, con todo ganado, y con la Copa América 2024 y quizá el Mundial 2026 por delante, Messi necesitaba una motivación extra para seguir dedicándole su vida y su cuerpo al fútbol. Ya no es la Champions o un Balón de Oro. Ese combustible es lo que corrió por su sangre cuando fue a abrazarse con sus hijos. No hay mejor final feliz para esta historia.
Fort Lauderdale, Estados Unidos. Enviado especial.