sábado, 16 noviembre, 2024
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La universidad, el mundo

Uno de los temas de debate ciudadano del año es la universidad pública argentina. Desde el riesgo de su desfinanciamiento, pasando por las historias de estudiantes universitarios, hasta llegar a las mentiras y los razonamientos falaces que amenazan con convertirse en argumentos.

Con este amplísimo arco narrativo, pensé en mi recorrido, en la enorme porción de mundo que conocí gracias a la Universidad Nacional de Córdoba.

Durante estos meses, pensé en el negativo de mi formación, en los personajes, actos de injusticia, tropiezos y desilusiones que profundizaron mi comprensión del mundo. Este aprendizaje no es necesariamente el de una egresada, sino que está al alcance de cualquiera que haya sido al menos por unos meses estudiante de la universidad pública.

Hay una dimensión del carácter que se endereza, una prepotencia que se amansa de manera irreversible y única.

Pares

Como en todas las carreras, los primeros años son transitados por una maravillosa fauna estudiantil. Lo que los reúne es la disparidad: de edades, de clases, de idiosincrasias y de provincias.

Vi gente descalza siguiendo la clase con suma concentración; una compañera que se depilaba el ombligo mientras el profesor disertaba sobre Kierkegaard; otra que se limaba las uñas en la clase sobre Marx; una estudiante sexagenaria que usaba soquetes de Barbie; hasta uno que tuvo el coraje (o el desatino) de autoproclamarse “librepensador”.

Las primeras filas de bancos estaban tácitamente reservadas a quienes alzaban sus manos cancheras para hacer falsas preguntas, esas que tenían como única finalidad recordarles a los profesores la magnificencia de su intelecto. Nunca tomaban notas, naturalmente.

Había otros que apuntaban hasta las respiraciones de los docentes y demandaban un compañerismo casi terapéutico que me asfixiaba. Eran quienes carecían de una cultura general que les impedía situar la Edad Media respecto de la Antigüedad y que escribían mal el apellido del autor que supuestamente habían estudiado para el parcial anterior.

También estaban los intermedios. Los que zafaban en el parcial, tomaban apuntes buenos, aunque algo siempre se les escapaba y trataban de esconder con bromas la ignorancia sobre algo obvio. En esta categoría estaba yo, junto a quienes fueron mis amigos de facultad.

La fuerza del hábito me inclina a decir que el mundo se divide en esos tres tipos de personas, un prejuicio que se refuerza ante la falta de casos refutadores. Lo veo en las jornadas de formación con mis colegas docentes y en los cursos que hago con otros adultos.

Acceder a un muestreo de esa taxonomía a los 18 años definió mis expectativas hacia los otros; me enseñó cómo gestionar la energía y el tiempo, los dos combustibles de la adultez.

Querido maestro

La figura de profesor universitario también me enseñó mucho. Supe maravillarme ante sus currículos, ante expresiones como “doctor en…” o “especialista en…”, hasta que el avance en mi carrera me acercó al sustento de esa imagen.

Fue similar al descubrimiento de las arrugas e imperfecciones en las pieles de celebridades que permitió la televisión en alta definición.

Empecé a encontrar lagunas en las respuestas que daban en clase, a ver las maniobras que hacían para llevar la discusión a un terreno conocido. Entendí que se suele tomar por especialista a alguien que, en vez de profundizar en un tema, lo usa como muñeco de apego hasta su jubilación.

Los vi repetir una idea falsamente espontánea con espacios de cinco, siete y hasta 10 años. Los vi interactuar siempre con las mismas personas, esperando el mismo pie para deslizar el mismo comentario, como un artista de feria.

En esa mirada, también encontré otros docentes. Quienes muestran a la vista de todos cómo se piensa, quienes responden las preguntas más tontas con respeto y se entusiasman con una idea que lanzó algún estudiante que pensaba en voz alta. Son estos los que siempre dicen cosas nuevas sobre temas viejos, que no huyen ante la humana ignorancia y que esperan que los estudiantes aprendan algo en todas las instancias, incluso en la firma de libretas.

Todos me enseñaron sobre la honestidad intelectual, sobre los falsos brillos, las formas veladas de la soberbia y el valor de la disciplina. También a escribir para que otro me entienda; a leer un párrafo incomprensible hasta que súbitamente se muestre transparente y fundamental; a desconfiar de los rodeos retóricos que enredan al lector en la grandilocuencia del autor; a ejercer un escepticismo saludable con el canon, y a escuchar con atención el canto de los herejes.

Algunos se han convertido en grandes amigos; otros, en faros que me orientan para saber que si me acerco a ellos, me voy a estrellar.

Muestra gratis

Hay un tipo de solidaridad que se aprende transitando los pasillos y los planes de estudio de la universidad pública: con el kiosquero que fía una merienda; con los vendedores ambulantes que interrumpen las clases; con el repaso fugaz e invaluable que se hace con un compañero antes de rendir y al guardar un banco para quien llega tarde porque viene del trabajo.

La política se muestra en todos sus matices, en todo momento y con diferentes intensidades. Está en los compañeros que informan, reúnen y pintan carteles en los pasillos; en los que tienen emprendimientos para pagarse las fotocopias; en los que organizan fiestas baratísimas para sacudirse el agotamiento de los finales, y en los que arman grupos de estudio para compartir el conocimiento.

La percepción misma del tiempo se expande. Se fragmenta en cuatrimestres, parciales, clases, trabajos prácticos, recreos y vacaciones que, una vez apilados, se convierten en un camino cumplido, algo hecho, ahí, definitivo. Es un proceso que lleva la propia marca, que se vuelve en un asunto plenamente personal, no necesariamente individual.

Las voces

Mi primer día de clases fue muy parecido al de todos. Hacía menos de una semana que vivía en Córdoba y no captaba el mensaje detrás de la tonada. La nomenclatura de los pabellones y de las aulas era arbitraria e imposible de recordar. Había mucha gente, apurada o relajada, y ninguna indicación de dónde estaba lo que yo buscaba.

Entendí que estaba ingresando a un mundo con leyes y lenguaje propios, un mundo que durante siglos se había construido a mis espaldas y que ahora podía incluirme si yo quería.

En medio del caos, escuché una voz que preguntaba lo que yo necesitaba saber. Me dirigí a ese desconocido para confirmar la información, y con inmediata camaradería me propuso hacer juntos el recorrido.

Llegamos al aula y ocupé un lugar, entre otros tan anónimos como yo. Nadie era nadie. Estábamos ahí sólo porque queríamos, en representación de nosotros mismos, dispuestos a asumir ciertos compromisos porque confiábamos que era mejor saber eso que desconocíamos.

Pienso en lo definitivo que resulta todo eso que se inscribe en una cuando se habita un mundo caótico, cuando una se deja orientar por una voz, y me resulta inconcebible la posibilidad de que no todos tengan garantizada la oportunidad −durante un tiempo largo o breve− de vivir algo semejante.

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