El poeta y erudito musulmán Yalāl al-Dīn Muḥammad Baljī, más conocido por el nombre breve de Rumi, enseñaba a sus discípulos: “Eres tú quien tapa el sol de tu vida con tus propias manos”.
Es una observación que nos recuerda que, muchas veces, somos nosotros quienes nos convertimos en el obstáculo para nuestra propia felicidad y bienestar.
Algo parecido le está sucediendo por estos días al Presidente con el que los argentinos llevan casi un año de experimento. Javier Milei se encuentra en el mejor momento desde que pudo acomodarse sobre el terciopelo celeste del sillón de Rivadavia.
Las variables económicas hoy muestran cifras que habrían sido consideradas paradisíacas hace sólo un año; su estrella internacional se encuentra en su mejor momento, y está a poco más de un mes de ingresar a un año electoral con una oposición que titubea entre el letargo y la desaparición.
Es decir, el sol de Milei brilla como una superluna en su perigeo o, para usar una imagen del Imperio Romano que tanto fascina a sus seguidores, como un águila dorada en un estandarte guerrero.
Pero en lugar de usar este momento de encantamiento para ganar voluntades, expandir consensos, dar más volumen a sus proyectos, el Presidente se obstinó esta semana en pelearse abiertamente con su vicepresidenta, a la que acusó de estar cerca de la casta política de la cual él abjura.
Siguió haciendo uso de la violencia verbal y circulando en redes sociales mensajes ofensivos que emiten algunos de sus seguidores. En una entrevista que dio a un influencer estadounidense, dijo que los periodistas argentinos –así, en general– son “torturadores profesionales”, además de mentirosos, calumniadores, injuriadores, extorsionadores, ladrones, corruptos, violentos y ensobrados que no entienden que perdieron su poder a manos de las redes sociales.
También siguió intentando dar lecciones al mundo, un talento que comparte con su antecesora, Cristina Fernández de Kirchner. Milei sigue empecinado en enseñarle cómo ser capitalistas a los estadounidenses y cómo ordenar mejor el mundo a los dirigentes de la ONU.
Confunde su visión ideológica personal con los intereses geopolíticos del país, y cree que si maneja con látigo a los habitantes de la Cancillería podrá cambiar décadas de diplomacia y hacer que Argentina sea negacionista del cambio climático, ignore la violencia contra las mujeres, condene la diversidad sexual como una ideología marxista y esté a favor del bloqueo estadounidense a Cuba, algo que ni los británicos le votan a favor a los Estados Unidos.
Su visión economicista subvalora el poder de la institucionalidad y del ritual político.
Todo lo cual, a la larga, termina perjudicando sus logros y ensombreciendo su proyecto. Es como si ignorara que sacudir todos los días la palmera de la convivencia provocará que algunos de los cocos caigan directos sobre su cabeza. Tapa el sol de sus éxitos con sus propias manos.
Milei no sabe, quizá no quiere, ser alguien parecido a una persona común. Sus novias tienen que ser famosas y vedetes; sus resoluciones económicas deben merecer el premio Nobel; sus ajustes deben ser los más grandes en la historia de la humanidad; su liderazgo sólo puede parangonarse con el de Donald Trump, y paremos de contar.
En realidad, si uno observa con detalle, verá que por cuestión de horas desistió de su intención de explotar el G-20 en la reciente reunión en Río de Janeiro, China lo convenció en pocos días de que debía seguir tratando con el “comunismo oriental” y hasta le cortaron el micrófono, sin ninguna delicadeza, cuando se estaba extendiendo en otra de sus lecciones frente al mismísimo Trump en la Conferencia Política de Acción Conservadora que tenía lugar en Mar-a-Lago, Florida.
No son pocos los sociólogos e intelectuales argentinos que se han expresado a favor –como camino para escapar de la decadencia económica– de que Argentina se convierta alguna vez en un país normal. Un país común, como muchos otros. Que abandone sus ideas de ser especial, elegido, único, mejor y deje de querer enseñarle al resto del planeta cómo vivir, como ya intentaron varios presidentes antes de Milei.
Que no insista en revoluciones extravagantes, en milagros económicos, en soluciones extraordinarias ni en fuerzas del Cielo. Que aprenda a crecer como lo hicieron tantos otros países: enfilando un patito al lado del otro, paso a paso, con pequeñas reformas constantes y con políticas de Estado consensuadas por una mayoría del espectro político, para no dar volantazos cada vez que cambia el color del partido gobernante.
Si Milei, al decir de Oscar Wilde, no “se enamora de su propia locura”, puede que haga llegar al país al otro lado del río. Lo que será también en su propio beneficio.