Ha habido en China condenas más sorprendentes que la de este sábado. Fan Weiqiu ha sido sentenciado a muerte tras asesinar a 35 personas con su vehículo en una de las peores y más absurdas masacres que se recuerdan. El sexagenario, disgustado por el reparto de bienes tras su divorcio, condujo contra la multitud que se ejercitaba en los aledaños de un estadio de Zhuhai (provincia costera de Guandong). Fue detenido a bordo de su vehículo ya inconsciente tras haberse apuñalado en el cuello.
Fan ya se había declarado culpable de poner en peligro la seguridad pública y escuchó la sentencia en una sala atiborrada de familiares de los fallecidos. “Sus razones fueron extremadamente despreciables, la naturaleza del crimen fue extremadamente vil, los medios fueron particularmente crueles y las consecuencias fueron particularmente serias, lo que acabó en un gran daño social”, razonó el tribunal.
Esta es la segunda sentencia en una semana sobre aquella cadena de ataques de enajenados que empujaron al país al diván del psicoanalista en noviembre. Otro hombre fue sentenciado a pena de muerte con dos años de suspensión, una fórmula habitual que suele derivar en cadena perpetua, por varios atropellos en una escuela primaria de la provincia de Hunan. Al tipo, desquiciado tras varias inversiones fracasadas, le ha salvado del cadalso que solo dejara heridos. El escaso mes que ha transcurrido entre los hechos y las sentencias es un periodo extraordinariamente corto en una justicia lenta, lo que evidencias ganas de darle carpetazo al asunto.
Esos atentados masivos, conocidos en China como “venganzas contra la sociedad”, provocan cíclicos debates en sobre qué impulsa a matar al bulto. Suelen ser elementos de clases desfavorecidas, muchos con problemas mentales, convencidos de que han sido víctimas de tremendas injusticias y de que no disponen de altavoz más potente para airearlas que una mortandad. Suelen llegar en oleadas por el efecto contagio pero nunca habían abundado tanto. De 2019 a 2023 se registraron entre tres y cinco casos y este año han rozado la veintena. De los tres muertos en 2019 se ha pasado a los 63 actuales. Muchos de los últimos se concentraron en un noviembre luctuoso con casos casi cotidianos.
País sin tiroteos
Xi Jinping, presidente chino, pidió más brío para frenar los atentados. Todos los funcionarios recibieron órdenes de investigar cualquier disputa personal, desde peleas matrimoniales hasta agravios por herencias. La misión se antoja quimérica pero subraya la inquietud gubernamental por preservar la sacrosanta estabilidad social.
China es uno de los países más seguros del mundo y con un control de armas tan riguroso que ni siquiera las lleva la policía. No hay tiroteos en centros comerciales ni institutos. Los enajenados suelen salir a la calle con un cuchillo y dejar heridos o algún muerto puntual antes de ser detenidos. Aquel atropello masivo supuso un nuevo e inquietante modus operandi para asesinar en cantidades industriales. Se explica, pues, que el Gobierno tapara el suceso con una férrea censura para no darle ideas a los futuros perturbados.
Incluso los 19 ataques del año presente son digeribles en un país que cuenta con la quinta parte de la población mundial pero la repetición del patrón descarta la casualidad. Las generaciones nacidas bajo la política del hijo único sufren más la soledad, la desaceleración económica abona la incertidumbre y los jóvenes intuyen que aquel esplendor del que disfrutaron sus padres ha concluido. El cuadro era ya grave cuando llegó la pandemia y sus encierros.