martes, 7 enero, 2025
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La Navidad en los poblados chabolistas de Córdoba, entre la chapa, el frío y la miseria

Son las 11 de la mañana. El termómetro apenas marca 4 grados, y un suave aire recorre el poblado chabolista encallado entre la N-IV y la avenida de Carlos III. El silencio domina este espacio habitado por unas doce familias. Es Navidad para todo el mundo, también para las más de 330 personas que viven en este y en los otros dieciséis asentamientos. La mayoría de sus vecinos no saben hablar español o prefieren no comunicarse con nadie. Estas fechas solo representan dos cosas: pasar frío y que los niños estén entre las cuatro paredes de chapa y plástico que denominan con humildad casa.

De una de esas construcciones sale una mujer de unos treinta años. Con gesto receloso, confirma que la Navidad ya ha acabado, si es que alguna vez empezó, y que el principal reto en esta época es calentarse, sobre todo por las mañanas. «Los hombres están fuera buscando chatarra, yo preparo la comida y me encargo de mis hijas», cuenta. Junto a la puerta hay un carrito de obra en el que se hace una hoguera, pero que por las mañanas se apaga y debe esperar a que lleguen los hombres para encenderla. «¿Regalos? Imposible, no tenemos ni para comer», afirma tajante. Unos metros más adelante aparece Denis, uno de sus hijos, con una sonrisa. Tiene catorce años y se comunica con cierta fluidez. Para él, la Navidad significa una cosa: ayudar a su padre. «Voy por las mañanas con él a recoger y buscar cosas. Hoy me he quedado aquí porque hacía mucho frío», señala. Tiene una bicicleta con la cadena oxidada que usa para dar vueltas por el poblado o para salir un poco. Con el resto de los niños tiene buena relación, aunque «juego muchas veces solo». Denis prefiere el colegio a pasar los días aquí, «allí no me aburro», dice riendo.

Un pavo real junto a un cobertizo en el asentamiento de Camino Carbonell. / R. AZAÑÓN

La mayoría de las personas que viven en este tipo de asentamientos son de nacionalidad rumana: hombres y mujeres que abandonaron su país a finales del siglo pasado o principios del presente. Llegaron a España en general, y a Córdoba en particular, buscando huir de la miseria y con el deseo de un nuevo comienzo, dejando atrás una nación que daba unos primeros e indecisos pasos en democracia. Muchos lo hicieron en familia, motivados por ese sentimiento de comunidad: primos, tíos y sobrinos cruzaron Europa con la esperanza de una vida mejor.

Sueños y contrastes

Las viviendas son la definición de precariedad. Construidas con trozos de chapa y restos de basura, se mantienen en pie en un equilibrio difícil de explicar. Chrisanta vive en el poblado situado junto a la ciudad deportiva del Córdoba CF. Anda con paso lento y tiene una leve cojera en la pierna derecha que le hace desenvolverse con dificultad por el camino de tierra junto al que se levantan las casas. Con la piel quebrada y una sonrisa discreta, invita a pasar al interior de su pseudovivienda con un leve gesto de mano. Esta mujer, de unos 80 años, llegó a Córdoba hace quince. Lo hizo junto a su marido con el sueño de lograr una vida mejor que asegura haber encontrado aquí. Su tradición ortodoxa resta importancia a los Reyes Magos, por lo que la Navidad termina con la llegada del Año Nuevo. En su patio se acumulan frigoríficos, lavadoras, televisores y una pileta sobre la que hacen fuego por las noches. Mientras abre la puerta de su casa, una choza de no más de cuatro metros cuadrados, señala el interior. A la izquierda, un sofá cama; a la derecha, un horno y unos fuegos. Al fondo, una silla de plástico y varios muebles apilados en los que guarda algo de ropa y los pocos objetos personales que tiene. Sobre ellos, algo de comida y figuras de santos. Mientras muestra los fuegos, Chrisanta agradece el trabajo de Cruz Roja, especialmente en estas fechas: «Nos traen comida y hablan con nosotros». Muestra dónde, en Navidad, preparó comida para ella, su marido, su hijo, su pareja y su hija: «Tenemos poco, pero preparé algo especial en una olla y comimos juntos». Su nieta ha salido por la mañana con su padre y asegura con emoción que es «muy bonita».

La mayoría de estas personas llegaron a España a principios de siglo escapando de la pobreza

La convivencia con los vecinos, cuenta la mujer, es más independiente de lo que pueda parecer, «nos llevamos bien, pero cada uno está en su casa». Al abandonar el asentamiento, aparece David junto a su padre, Samuel, que no tiene muchas ganas de conversar, aunque recalca con un tono serio que «siempre busco lo mejor para mi hijo, no solo en Navidad». Este se encuentra sobre una moto que trata de arrancar sin éxito. Su sueño, como el de tantos chicos preadolescentes, es ser futbolista. Ese mismo día, a tan solo unos pocos metros, el Córdoba CF entrenaba en la Ciudad Deportiva bajo la atenta mirada de Zinedine Zidane.

Árbol de Navidad a la entrada de una chabola. / R. AZAÑÓN

Siguiendo el Camino Carbonell se llega a dos poblados más. En uno de ellos llama la atención un árbol de Navidad colocado junto a la entrada de una chabola, «me encanta», dice con una sonrisa Isa Gabriella. Mientras mueve de manera nerviosa sus pies, comenta que durante las vacaciones juega con su hermano al escondite. Se ocultan entre lavadoras y toda clase de electrodomésticos hasta que anochece. «Es más pequeño que yo, pero nos reímos mucho», cuenta. Acto seguido señala a una oveja encerrada en una especie de cobertizo. Dice que se llama Sara y se acerca para acariciarle la cabeza con ternura. Un poco más adelante está uno de los pavos reales que recorren este y prácticamente cualquier poblado chabolista. La madre de Isa comenta con dificultad que «no hay Navidad aquí, solo frío y muy poca comida».

Agradecidos con la ayuda

Tras seguir caminando unos pocos metros, sale al paso Samuel, que fuma un cigarro mientras charla con tres compañeros más. Viene de recoger chapa y cobre, y el carrito está junto al grupo. Tiene dos hijos pequeños que en ese momento no están en casa. Cuenta que esa mañana llegaron de Servicios Sociales y se los llevaron, junto a otros de la zona, a pasar la mañana en Chiquilandia. Samuel aprovecha para agradecer la labor, tanto del Ayuntamiento como de Cruz Roja, en estos días. «Para nosotros es imposible que vayan allí», dice. En su caso, sí tiene una buena relación con sus vecinos. Samuel tiene 35 años y llegó a España hace más de una década. Habla español con cierta soltura: «Trabajo yendo de aquí para allá, pillando cosas… tú sabes», dice mientras da una nueva calada.

Los niños en Navidad ayudan a sus padres o juegan al escondite para pasar el tiempo

Para Navidad, lamenta, no ha podido regalarle nada a sus hijos, aunque destaca que en Año Nuevo hicieron una hoguera con varios vecinos y comieron juntos: «Por las noches nos gusta estar alrededor del fuego hablando, y ese día queríamos hacerlo algo más especial».

Tras estrechar la mano a Samuel, salimos del último asentamiento mientras entra un hombre en bicicleta que nos examina de arriba a abajo con rapidez. Pronto, los chicos dejarán de esconderse entre las lavadoras y volverán a la escuela. Para ellos, la Navidad es una mera pausa simbólica mientras sus familias luchan por mejorar una situación difícil de empeorar. 

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