Lo llaman ‘efecto Streisand’ y no lo supimos hasta 2003, cuando la cantante, actriz y directora de cine Barbra Streisand denunció la difusión de unas imágenes sobre la erosión costera de la costa californiana en las que aparecía una mansión de su propiedad. Nadie hasta entonces sabía que la directora de El príncipe de las mareas dispusiera allí de una casa, siquiera una humilde cabaña. Desestimada la demanda, que pretendía eliminar a toda costa cualquier rastro de aquella imagen, la artista tuvo que correr con los gastos judiciales y todo el planeta supo ese año que tenía una casa en Malibú que contribuía a dañar la franja de costa. Antes de la demanda, la imagen original apenas se había descargado seis veces. Una vez conocidas las intenciones de Streisand, las descargas aumentaron a 420.000 solo en el primer mes. Hello, Dolly.
Algo parecido acaba de ocurrir con las demandas contra la humorista Lalachus y RTVE por exhibir tras las campanadas de Nochevieja una estampa del Sagrado Corazón de Jesús con la cara de la vaca del Grand Prix. Entre Broncano subido al cartel de Tío Pepe y el ‘troleo’ al vestido de Cristina Pedroche, la estampita no había pasado de anécdota hasta que el club de fans de Torquemada cayó en la cuenta y dos asociaciones ultracatólicas anunciaron acciones legales por “posible delito de odio y contra los sentimientos religiosos”. Lo siguiente fue un aluvión de memes y recordatorios de casos anteriores en que desde todos los extremos de esta España polarizada se había utilizado la misma imagen o similar para sacralizar a gente mortal. Ya teníamos ‘efecto Streisand’, o lo que definen las enciclopedias modernas como el fracaso en el intento de censurar información que acaba siendo ampliamente divulgada o reconocida, de modo que recibe mayor visibilidad de la que hubiera tenido si no se la hubiese pretendido acallar.
A medida que avanza el calendario y mayores son las cotas de libertad de expresión en países democráticos, los intentos de censura disparatados avanzan en progresión aritmética en la medida en que decrece la ‘calidad’ del censor. Se comienza tratando de borrar de la historia a Akenatón y se acaba eliminando de las fotos a Trotski, de forma que tanto uno como otro deben de tener el honor de haberse colado entre los personajes históricos con más bibliografía. Del faraón censor Horemheb y José Stalin a los Abogados Cristianos; de Akenatón y León Trotski a la vaca del Grand Prix. Siempre ha habido clases, pero hay clases y escuelas, y las que continúan defendiendo este tipo de enseñanzas pertenecen a épocas superadas por formas de democracia que tratan desde hace años de consolidar aquello de Voltaire: “Detesto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. Ojalá.
En un sentido freudiano, y entiéndase la ironía, lo del ‘efecto Streisand’ lo vienen poniendo en práctica desde hace años los miles de padres y madres que mandan a sus hijos a la cama a las nueve de la noche. Indirectamente, están dando a entender a esos niños que a partir de esa hora van a ocurrir en la casa hechos formidables que los niños no deben ver, por lo que, en el imaginario de éstos, la censura doméstica sobre lo que ocurre en casa a partir de esa hora apareja un ‘efecto Streisand’ que multiplica el deseo infantil de permanecer junto a los adultos. De mayores no hay quien nos meta en casa.
La censura impuesta por el franquismo acrecentó el interés popular de revistas como La Codorniz o Hermano Lobo, siempre en el filo de la navaja bajo la lupa de los inquisidores. Tanto era así, que los lectores inventaban viñetas e historias que ninguna de esas revistas publicó jamás, como el parte meteorológico atribuido a la primera que decía lo de “reina un fresco general procedente de Galicia que tiende a dominar a toda la Península”, en alusión a Franco. Lamentablemente, tenemos ejemplos muy recientes en democracia, como la orden judicial de secuestro de la revista El Jueves que sacaba en portada en 2007 a los entonces príncipes de Asturias manteniendo relaciones sexuales, la retirada de Fariña en 2018 de las librerías a instancias de un alcalde gallego o la polémica por el cartel de la Semana Santa sevillana de 2024. En todos ellos, el ‘efecto Streisand’ se volvió en contra de los censores.
Pero no solo de ultras vive la censura. La cultura woke, permanentemente alerta sobre lo que se debe y no se debe decir, o cómo y en según qué contexto se puede decir, amenaza de la misma forma con polarizar hasta el ridículo debates inanes y sin sustancia que desprecian el privilegio de la libertad de expresión y nos dejan en evidencia tal como somos. O, como cantó Barbra Streisand, tal como éramos.