sábado, 1 marzo, 2025
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Ariel Lijo, un juez funcional al poder político

Pese a las numerosas oposiciones de múltiples asociaciones de la sociedad civil, el juez federal Ariel Lijo fue designado por el Poder Ejecutivo, por decreto en comisión, para integrar la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Recordemos, en primer lugar, que la Corte Suprema de Justicia de la Nación es el máximo tribunal del país. Es titular de uno de los poderes del gobierno federal e intérprete último de la Constitución nacional. En tal carácter ejerce en última instancia el control de constitucionalidad de los actos de gobierno y, por ende, declara como inconstitucionales todos los decretos del Poder Ejecutivo y leyes del Poder Legislativo que sean contrarios a la Constitución Nacional.

Revisa los fallos dictados por los Tribunales Federales con competencia en lo Contencioso Administrativo y en lo Criminal y Correccional, entre otros. Estos Tribunales son los encargados de juzgar, respectivamente, los decretos dictados por el Poder Ejecutivo y los delitos cometidos por funcionarios públicos nacionales en el ejercicio de sus funciones. Resuelve –de forma originaria y excluyente– las controversias que se suscitan entre el Estado nacional y las provincias, entre las provincias y, entre estas y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

La doctrina judicial de la Corte Suprema, que emana de sus precedentes, es obligatoria para todos los tribunales judiciales del país –federales y provinciales–, de modo que estos deben en principio seguirla.

Por todas estas razones, la Corte Suprema tiene un rol fundamental en el buen funcionamiento del sistema republicano, en tanto encargada en última instancia de controlar los actos de gobierno, asegurando que estos se dicten en el cauce que establece la Constitución nacional, y, de tal manera, evitar que se produzcan violaciones a los derechos y garantías constitucionales de los ciudadanos. Se trata de un aspecto fundamental del Estado de Derecho. Esto es, el respeto de la primera parte de la Constitución nacional (constitución de la libertad en las palabras del maestro Germán Bidart Campos), por parte de quienes ejercen el poder político (constitución del poder).

Dada la función trascendental que ocupa la Corte Suprema en el ordenamiento constitucional argentino, el nombramiento de magistrados para integrarla ha sido calificado como un acto de carácter institucional, los cuales se caracterizan por hacer a la organización o subsistencia misma del Estado nacional. El procedimiento constitucional para el nombramiento de magistrados de la Corte Suprema se encuentra previsto en el artículo 99 inciso 4 de la Constitución nacional, el cual establece que el presidente de la Nación: “Nombra los magistrados de la Corte Suprema con acuerdo del Senado por dos tercios de sus miembros presentes, en sesión pública, convocada al efecto”.

Este procedimiento fue reglamentado por el decreto 222/2003, que tuvo por objeto establecer “parámetros a tener en cuenta para mejor selección del candidato propuesto de modo que su designación contribuya de modo cierto en aporte a un efectivo mejoramiento del servicio de justicia, cuya garantía debe el Estado proveer a los ciudadanos, al fortalecimiento del sistema republicano y al incremento de la calidad institucional”. En este sentido establece en su artículo 2 que para la preselección de los candidatos para la cobertura de vacantes en la Corte Suprema deberán tenerse en cuenta las “aptitudes morales e idoneidad técnica y jurídica” del aspirante.

Dicha reglamentación recepta principios consagrados en distintos instrumentos internacionales, tales como la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción, los Principios de Bangalore sobre la Conducta Judicial, el Estatuto del Juez Iberoamericano y el Código Iberoamericano de Ética Judicial. Estos instrumentos señalan que son valores centrales de la ética judicial la imparcialidad, la independencia, la equidad y la competencia técnica.

Es decir que los jueces –máxime cuando se trata de integrantes de la Corte Suprema– deben ser intachables y su integridad debe estar fuera de todo cuestionamiento. Deben ser y parecer, como la mujer del César. Estas características son esenciales, ya que sobre ellas se edifica la confianza de la sociedad en la institución judicial y, por ende, la fuerza y la capacidad de convicción de sus pronunciamientos.

Tener jueces imparciales e independientes fortalece el Estado de Derecho y la seguridad jurídica, haciendo previsibles las decisiones judiciales y aventando riesgos de que decisiones de gobierno que afecten derechos individuales sean válidas. En otras palabras, tener instituciones sólidas es una precondición fundamental para el desarrollo y el progreso económico. Como vemos, la interacción entre instituciones y desarrollo económico es evidente.

Dicho todo esto, ¿por qué se ha insistido en el nombramiento del juez federal de Comodoro Py Ariel Lijo en la Corte Suprema, ello pese a los múltiples cuestionamientos que recibió por distintos actores de la sociedad civil en relación con sus “aptitudes morales e idoneidad técnica y jurídica”? La respuesta es relativamente sencilla: Ariel Lijo ha demostrado durante su actuación como juez federal carecer de imparcialidad e independencia, así como de celeridad para investigar casos de corrupción. Esta y no otra es la única explicación posible que llevaría a su nombramiento en la Corte Suprema.

Los antecedentes de Ariel Lijo lejos están de demostrar su idoneidad moral y técnica para integrar el máximo tribunal de la República Argentina y cumplir cabalmente con su rol de intérprete final de la Constitución nacional y custodio de las garantías constitucionales.

Nuevamente –en caso de que la designación del Ejecutivo prospere–, los principales afectados seremos los ciudadanos, que nos veremos privados de tener en el máximo tribunal de justicia del país un magistrado imparcial e independiente con valentía para juzgar a los poderosos.

Esta designación no deja de sorprender si se tienen en cuenta las promesas de campaña del presidente Javier Milei, que apuntaban a la transparencia y, por ende, a la lucha contra la corrupción y su peor correlato, la impunidad.

Sabsay es profesor titular y director de la carrera de Posgrado de Derecho Constitucional (UBA); Marcucci, abogado especialista en Derecho Constitucional y Administrativo (UNL)

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