Hay palabras que se convierten en brújula. Biofilia es una de ellas. No es un término de moda, aunque hoy lo parezca. Nació en los años 70 de la mano del psicoanalista Erich Fromm, quien la definió como «el amor apasionado por la vida y todo lo que está vivo». Un amor que puede dirigirse a una persona, a un árbol o, incluso, (por extraño que suene) a una idea. Más tarde, el biólogo Edward O. Wilson, padre de la sociobiología moderna, recogió el término para llevarlo más lejos: «La biofilia es una inclinación innata del ser humano a buscar conexión con la vida y los procesos naturales».
Y es que, aunque lo olvidemos a diario, somos criaturas biológicas viviendo en un planeta vivo. Esta idea no es romántica ni ideológica, es una constatación evolutiva. Millones de años nos han formado en contacto íntimo con la naturaleza. Sin embargo, en apenas unas décadas, la mayoría de los seres humanos hemos pasado a habitar paisajes artificiales: ciudades asfaltadas, oficinas con luz fluorescente, viviendas selladas como cápsulas. La naturaleza, que antes nos envolvía, hoy apenas se intuye por la ventana, y solo si hay suerte.
Numerosos estudios científicos lo confirman: el contacto con lo natural mejora la salud mental, reduce el estrés, acelera la recuperación tras una operación, disminuye la violencia urbana y fomenta el bienestar general. Incluso una simple vista a un jardín desde la cama de un hospital puede hacer que un paciente necesite menos analgésicos y se recupere más rápido. Pero nuestras ciudades, diseñadas a menudo desde la lógica del tráfico, la especulación o la rentabilidad del suelo, no parecen haber tomado nota.
Es cierto que la arquitectura ha empezado a hablar en clave verde. Términos como eficiencia energética, materiales sostenibles o edificios inteligentes abundan en discursos y memorias de proyectos. Pero muchos de estos enfoques siguen centrados más en la tecnología que en la biología, más en el consumo de energía que en la experiencia humana. ¿Dónde queda nuestra necesidad ancestral de sombra, de agua, de texturas irregulares, de viento entre las hojas?
Aquí entra en juego un concepto más profundo: el diseño biofílico. No se trata solo de colocar una planta en una esquina o la foto de un bosque en la pared. Hablamos de integrar lo vivo en lo construido, de diseñar espacios que hablen el lenguaje de la naturaleza: formas curvas, luz cambiante, sonidos naturales, presencia de agua, materiales que envejecen con dignidad. Una arquitectura que no simule la vida, sino que conviva con ella.
Este enfoque aún es joven y necesita validarse más allá de las modas. Pero ya existen evidencias sólidas de sus beneficios. No solo en hospitales, sino también en escuelas, oficinas, viviendas y espacios públicos. Edificios que incorporan elementos biofílicos no solo aumentan el confort de sus usuarios, sino que mejoran el rendimiento laboral, reducen las bajas por enfermedad y aumentan la creatividad. Un buen diseño puede ser una vacuna silenciosa contra la alienación urbana.
El gran reto está en ir más allá del gesto decorativo o del marketing. La biofilia no puede reducirse a una tendencia estética, ni convertirse en excusa para encarecer proyectos con greenwashing. Lo biofílico, si es auténtico, implica repensar la relación entre lo humano y lo no humano, entre lo urbano y lo vivo. Y eso supone cambios políticos, técnicos y culturales.
No se trata de volver a vivir en cuevas ni demonizar las ciudades. Se trata de recordar que los humanos somos más felices, y más sanos, cuando hay vida a nuestro alrededor. Que el asfalto no borra el instinto.
En el fondo, no diseñamos solo espacios, diseñamos maneras de habitar el mundo. Y quizás ha llegado el momento de hacerlo con algo más de humildad biológica.
*Catedrática de Botánica. Universidad de Córdoba