Ha sido una de las reclamaciones más recurrentes y menos insensatas de Donald Trump: por qué China sigue disfrutando de los beneficios de los países en desarrollo en la Organización Mundial del Comercio (OMC). Ha sucumbido este miércoles Pekín a las críticas renunciando a ellos, que no a la etiqueta, lo que elimina otro frente de batalla con Washington y facilita la reforma de una institución avejentada. China no buscará más derechos «especiales ni diferenciales» en las futuras negociaciones en la OMC, ha desvelado su primer ministro, Li Qiang.
La decisión ha sido descrita por Pekín como una vía para fortalecer el comercio global cuando está amenazado por el proteccionismo. «La imposición arbitraria de aranceles por parte de cierto país ha perturbado gravemente el orden económico y comercial internacional», ha afirmado el viceministro de Comercio, Li Chenggang. En la organización fue recibido con alivio el fin de uno de los asuntos más controvertidos. «Esto es la culminación de muchos años de arduo trabajo», agradeció Ngozi Okonjo-Iweala, directora de la OMC.
La condición de «país en desarrollo» concede ventajas: más margen de actuación de los gobiernos, periodos de transición, acceso a la asistencia técnica, la adopción de subsidios y aranceles… y en general, más laxitud en el cumplimiento de los acuerdos. La cuestión excede el comercio global porque también se benefician del fondo de 100.000 millones de dólares anuales que pagan las naciones desarrolladas para el cambio climático. Es paradójica la ausencia en la lista de contribuyentes del mayor emisor de gases del mundo.
Ausencia de un estándar unificado
La polémica nace en la ausencia de un estándar unificado sobre qué es un país en desarrollo. Los gobiernos son libres para definirse así al ingresar en la OMC; nadie se lo discutió a China en 2001 pero ahora hay más dudas. Los críticos aluden a esas futuristas ciudades y epatantes infraestructuras que ridiculizan a las de Occidente, al asalto al trono económico global de Estados Unidos o a su ubicua presencia mundial, ya sea con sus exportaciones o construyendo carreteras, ferrocarriles y presas. China, en cambio, recuerda que es un país de ingresos medios, apenas el número 70 en renta per cápita, pero especialmente subraya la cuestión identitaria sobre la económica. Lo aclaró años atrás Wang Yi, el jefe de su diplomacia: China es un «miembro natural» del mundo en desarrollo, llamado ahora Sur Global, por su «historia compartida de lucha contra el colonialismo y la hegemonía y una misión común de desarrollo y revitalización». No se siente cómoda China en el grupo de los antiguos opresores, da igual cuánto se enriquezca, sino en el de los oprimidos, liderando los BRICS o cualquier otra organización que desafíe el orden occidental.
Esas interpretaciones históricas le resbalan a Trump. «Los países más ricos del mundo se hacen pasar por países en desarrollo para evitar las normas y obtener un trato beneficioso. BASTA», escribió en su anterior mandato. No le falta razón. Qatar, Arabia Saudí, Singapur, Brunéi o Corea del Sur se reclaman en la OMC como países en desarrollo. La organización ejerce de foro para debatir cuestiones comerciales globales pero mengua su eficacia para que se cumplan los acuerdos. Los ministros del ramo del Asia Pacífico, incluidos los de China y Estados Unidos, admitieron a principios de año la necesidad urgente de «una reforma necesaria, profunda y significativa para mejorar sus funciones».
Pecado original
Bill Clinton culpó a China de todos los males de la economía estadounidense en campaña electoral, una costumbre aún vigente, y después le abrió la puerta de la OMC. El plan parecía perfecto. China se convertiría pronto en una democracia liberal y jubilaría su mohosa planificación estatal de planes quinquenales. Al alcance del capitalismo global quedaban su baratísima mano de obra, las laxas legislaciones laborales y medioambientales, y un inmenso mercado de 1.400 millones de personas. Falló. China rechazó el papel eterno de fábrica global y buscó un desarrollo equivalente al del primer mundo. Lo hizo perseverando con su propia receta política y económica y no le ha ido mal. Hoy es un cuerpo extraño en una organización diseñada para el sometimiento al mercado y muchos culpan a Clinton por aquel pecado original.
Suscríbete para seguir leyendo