Entre las sierras y los ríos de Punilla se levantó una pequeña capilla que, durante más de doscientos años, se convirtió en el corazón espiritual y social de todo el valle. No era solo un templo: fue escuela, cementerio, lugar de reunión y escenario de acontecimientos que cruzaron la historia local con la nacional. Allí se celebraron bautismos, misas y procesiones; allí descansaron generaciones de vecinos en su cementerio; y allí fue bautizada María del Tránsito Cabanillas, la primera beata argentina. Incluso, sus campos circundantes fueron testigos de una batalla entre unitarios y federales en 1829.
Pero el destino de esa capilla quedó sellado en 1887, cuando la construcción del dique San Roque inundó el valle, obligando a familias enteras a abandonar sus tierras. El templo, junto con su cementerio y las estancias que lo rodeaban, desapareció bajo las aguas que aún hoy alimentan la vida de Córdoba capital y nutren el turismo de Punilla. La historia de la capilla perdida de San Roque es, en definitiva, la historia de un valle que nació con las encomiendas coloniales, creció con las familias rurales y fue borrado por el avance del progreso.
Los orígenes coloniales de Punilla
La historia se remonta a 1573, cuando Jerónimo Luis de Cabrera fundó la ciudad de Córdoba y repartió encomiendas entre sus seguidores. Uno de ellos fue Tomás de Irobi, quien recibió a los pueblos originarios asentados en el valle de Quisquisacate. El nombre, proveniente de la mezcla del quichua y el sanavirón, aludía a los ríos que se “atascan” en las gargantas rocosas: una imagen que aún hoy se refleja en el cauce del río San Antonio y el río Cosquín al llegar al lago.
Tras la muerte temprana de Irobi en 1574, la encomienda pasó a Juan Nadal, quien consolidó la posesión en 1579. Luego, a fines de siglo, Diego Rodríguez de Ruesgas recibió mercedes de tierras en el valle, expandiendo los dominios rurales. En 1605, tras una epidemia que diezmó a la población indígena, obtuvo nuevas concesiones. Fue así como se formó la primera gran estancia de Quisquisacate.
La división de 1649 marcó un antes y un después. Los herederos de Ruesgas entregaron parte de las tierras a Diego Fernández de Salguero, de cuya rama nació la estancia San Roque, y otra porción a Manuel Gutiérrez de Toranzo, fundador de la estancia Santa Leocadia. Ambas estancias dieron origen a la pedanía y a la futura organización rural de Punilla. Eran campos de riego y pastoreo, con corrales, huertas y chacras que delinearon la vida del valle durante los siglos siguientes.
La creación de la capilla
En este escenario, los Salguero y luego los Cabanillas decidieron levantar una capilla en honor a San Roque. Pedro Lucas Cabanillas, figura clave, invirtió parte de sus bienes en su construcción sin pedir títulos de patrono, gesto que muestra la importancia comunitaria del proyecto.
Los documentos la describen como una construcción modesta pero firme: muros de adobe, techos de tejas asentados sobre algarrobo, puertas y ventanas de madera con rejas altas. En el interior, un altar pintado dominaba el espacio, acompañado de tres nichos con imágenes de San Roque, Santa Ana y la Purísima. Una campana convocaba a los vecinos, y alrededor se extendía un cementerio cercado con tapias, donde descansaban los difuntos del valle.
La capilla no era solo un templo. Allí se reunían las familias para organizar fiestas patronales, se celebraban procesiones en honor a San Roque y se discutían asuntos comunitarios. En épocas de aislamiento rural, el pequeño edificio de adobe fue un verdadero eje de sociabilidad.
¿Por qué se llamó capilla de San Roque?
El nombre de la capilla no fue casual. Desde su fundación en el siglo XVII, los descendientes de Diego Salguero de Cabrera la dedicaron a San Roque de Montpellier, santo francés venerado en toda Europa y América como protector contra las pestes y epidemias.
En las zonas rurales, donde las enfermedades podían diezmar familias enteras y arrasar con el ganado, la devoción a San Roque tenía un sentido profundamente práctico y espiritual. Documentos de la época señalan que los herederos de la estancia destinaban fondos para celebrar cada año la fiesta de San Roque y garantizar la conservación del templo.
La elección también respondía a un patrón extendido en la Córdoba colonial: los templos solían ser dedicados a santos protectores de calamidades. Así como San Roque era invocado contra las pestes, San Sebastián lo era contra las fiebres y San Isidro Labrador pedía por buenas cosechas.
De este modo, el nombre de la capilla reflejaba tanto la religiosidad popular como las necesidades concretas de la vida serrana: salud, protección y esperanza frente a un mundo lleno de amenazas.
El corazón de la comunidad
Con el tiempo, la capilla se convirtió en el epicentro de la vida espiritual y social de Punilla. En su interior funcionó una escuela rural, donde Federico Cabanillas ejerció como preceptor hasta 1883. También se celebraban las misas de domingo, las festividades religiosas y las reuniones de vecinos.
Las fiestas patronales de agosto convocaban a familias de estancias cercanas, que llegaban a caballo o en carretas para participar de las procesiones y compartir la comida. El cementerio, adosado al templo, era un lugar cargado de simbolismo: allí se enterraba a generaciones de habitantes, marcando la continuidad de la comunidad.
El 10 de enero de 1822, la capilla fue escenario de un hecho trascendental: el bautismo de María del Tránsito Cabanillas, quien más tarde fundaría la congregación de las Hermanas Terceras Misioneras Franciscanas y en 2002 sería beatificada por el papa Juan Pablo II. Ese acto sencillo, realizado en el modesto templo rural, dotó a la capilla de una proyección inesperada en la historia religiosa argentina.
Escenario de guerra civil
Pero la capilla no fue solo un lugar de fe y educación. Sus campos aledaños se convirtieron en escenario de la historia política del país. El 22 de abril de 1829, en plena guerra civil, las tropas federales de Juan Bautista Bustos se enfrentaron a las fuerzas unitarias de José María Paz en la célebre batalla de San Roque.
Los relatos señalan que los cañones retumbaron en la ribera del río Primero, que las líneas de infantería avanzaron sobre el terreno irregular y que el resultado terminó inclinándose a favor de Paz, obligando a Bustos a replegarse hacia el interior de Córdoba. La comunidad rural fue testigo directo del enfrentamiento, y el nombre de San Roque quedó inscrito también en la historia militar de la Nación.
El ocaso con el dique
La vida en torno a la capilla se sostuvo durante gran parte del siglo XIX, pero hacia 1886 todo cambió. El gobierno provincial, encabezado por Ambrosio Olmos, impulsó la construcción del dique San Roque para abastecer de agua a la capital cordobesa. Con el avance de las obras, comenzaron las expropiaciones de las tierras de los Cabanillas y de otros vecinos.
Los documentos son elocuentes. Genoveva Cabanillas, casada con Facundo Bustos, debió entregar un terreno regado y alfalfado con casa y mejoras. Su hermano Justino vendió su parte a Bialet Massé, aunque también quedó bajo el dominio del Estado. Joaquina y Jerónima fueron indemnizadas por huertos, corrales y ranchos, mientras Federico poseía una vivienda de tres piezas con techos pajizos, corredor de 13 varas y cocina con piso de baldosas. Todo quedó destinado a desaparecer bajo el agua.
El cura de la Punilla advirtió al Ministerio de Gobierno que los vecinos estaban abandonando sus casas, sabiendo que el valle quedaría inundado. Se intentó construir una nueva capilla y cementerio en Santa María, en terrenos donados por Facundo Bustos, pero nunca se logró reemplazar el templo original.
La memoria bajo las aguas
En 1887, el destino se cumplió. La capilla de San Roque, con su cementerio y las chacras que la rodeaban, fue cubierta por las aguas del nuevo lago. El paisaje serrano cambió para siempre: donde antes había campos de alfalfar, huertas y ranchos de adobe, comenzó a extenderse un espejo de agua destinado al progreso urbano.
El lago San Roque se convirtió en un símbolo turístico y en una obra de ingeniería celebrada, pero lo hizo a costa de borrar siglos de historia local. La paradoja es inevitable: el mismo lago que hoy nutre al turismo y al abastecimiento de Córdoba descansa sobre las ruinas invisibles de una capilla que fue escuela, cementerio, campo de batalla y cuna de una beata.
La capilla de San Roque sobrevive apenas en documentos, viejas fotografías y la memoria de las familias. Fue mucho más que un templo: fue el corazón de un valle que nació con la conquista, creció con la vida rural y desapareció con el avance del progreso.
