Un tren de alta velocidad. / Shutterstock
Estamos a la espera de algo que no llega. En eso consiste la vida, en una espera, normalmente en la espera de un milagro. A veces, el milagro consiste en ir andando hasta la esquina a comprar el periódico, pero no nos damos cuenta porque no tenemos ni idea de lo que es quedarse paralítico. El día está lleno de milagros. Cada vez que aterriza un avión sin que ocurra ninguna desgracia es un milagro. Los trenes de alta velocidad son un milagro también. No se puede viajar a 300 por hora sin matarse, pero por lo general no nos matamos. Hay milagros inversos como el del telediario. Hacer un telediario consiste en darle la vuelta al calcetín, para verle las costuras, que vienen a ser el lado malo de la vida. A eso lo llamamos informar. No se puede estar en contra de la información porque no se puede y ya está. La información es sagrada, pero provoca ardor de estómago.
Despertarse cada mañana es un milagro.
-Estoy aquí otra vez -me digo al abrir los ojos.
Lo raro es que los abro justo en el mismo sitio en el que los cerré y prácticamente en la misma postura. No sé cómo he logrado regresar a casa después de ese extraño viaje nocturno donde esta noche, sin más lejos, estuve en El Cairo. No me pregunten cómo llegué a El Cairo sin moverme de la cama. Recuerdo que me encontraba en un café negociando mi libertad con un sujeto de unos ciento veinte kilos que a ratos tenía la cara de mi padre y a ratos la de una tía mía, ya muerta, de nombre Josefina. La negociación debió de ir bien; de otra manera, supongo, seguiría en esa taberna de El Cairo y mi mujer habría llamado al 112 al comprobar que no me despertaba.
Es un milagro que el 112 reciba tan pocas llamadas. Ya sé que son muchas (1,6 millones durante 2024) en términos absolutos, pero muy pocas con relación a los que somos y a las barbaridades que hacemos. Yo, milagrosamente, no he llamado jamás al 112. Claro que el 112 tampoco me ha llamado a mí. A lo mejor, el milagro que esperamos es ese, que nos llame el 112 para preguntarnos cómo nos va. Pero ese es un milagro imposible, ¿no? Descreemos de los milagros por eso, porque no nos conformamos con ir a por el periódico por nuestro propio pie, ni con aterrizar en el avión sin estrellarnos, ni con viajar en tren a 300 por hora sin matarnos, ni con regresar del sueño tras una dura negociación con un egipcio de ciento veinte quilos. Así todo.