Túneles. Grises que varían según la luz. Camarines. Nombres colocados en las puertas (sin ningún artilugio). Escaleras, una que conduce al escenario del Teatro Astral, otra, a la avenida Corrientes. Verónica Llinás espera sentada frente al gran espejo con luces, ese que alimenta el imaginario popular cuando se habla de estrellas y camarines. Allí están las pelucas, las de Ignacia, la protagonista de Antígona en el baño, la obra que escribió junto con Facundo Zilberberg, que codirige con Laura Paredes y en la que comparte escena con Esteban Lamothe y Héctor Díaz. En el perchero, la ropa que pronto lucirá como Ignacia, esta estrella de otro tiempo que después de un largo exilio en la televisión, pisa el teatro con un clásico del teatro griego, de Sófocles que le planteará sus propios miedos: la edad, la decadencia del cuerpo, la maternidad, el ego, el divismo y otros temores inconfesables. En el cuarto, en el subsuelo del teatro también hay algo de lo que usaba Cecilia Milone, la actriz que se presentaba en la misma sala con Porteñas. Se quita una de las prendas que le prestó Cecilia y se envuelve en un abrigo verde vintage, que como por arte de magia la transforma en una estrella de los años 40, 50.
Se bate el pelo, se despeina, como lo hacía su madre. “Una vez yo la estaba viendo en Los doce del signo y Horangel le preguntó: ‘Martha Peluffo ¿por qué no se peina?’. ‘No es que no me peino, me despeino’”, recordó en una entrevista que le hizo María Moreno. Los dedos la despeinan, se deja llevar y posa ante la cámara. Se divierte, se suelta, pero pide por favor cuidar la luz, no quiere repetir la experiencia de una foto fallida que la tiene al lado de Marcello Mastroianni. Un juego de sombras no le favoreció la sonrisa. Fue durante el rodaje del film de María Luisa Bemberg, De eso no se habla, basado en el libro que lleva la firma de su padre, Julio Llinás. La foto, aquella con el actor de La dolce vita, quedó solo para ser vista por los más íntimos.
La anécdota evocada entre risas revela su linaje artístico, su papá fue el reconocido escritor, crítico de arte, publicista y poeta surrealista argentino; su mamá, la pintora Martha Peluffo. “En estos últimos años me pasó algo muy fuerte. Algo que todavía no puede enfrentar… En el Malba se hizo una exposición, se llamó Terapia y exponían obras de diferentes artistas relacionados con la práctica psicoanalítica. Creo que el cuadro que se expuso es el más lindo de mi vieja. [Autorretrato, 1967/1968, una Martha que se abraza a sí misma, un cuerpo desnudo con la mirada al frente]. ¡Ningún boludo el psicoanalista! Ya se murió, a muchos pintores no les cobraba, se quedaba con las obras que le regalaban…Después de las terapias les hacía escribir. Mi mamá escribía. Él en algún momento me quiso dar esos escritos… no sé qué pasó… Después de la exposición me entregaron una carpeta con todas las cosas que mi vieja había escrito. Empecé a leer y fue muy fuerte [en paralelo a aquella muestra se publicó la revista Terapia, que incluía la bitácora del inconsciente y los devaneos cotidianos que escribió la entonces joven Martha Peluffo]. Incluso hay una historia que se contaba en la familia, de la que yo sabía muy poco, creía que era parte del folklore familiar. Mi mamá y mi tía estaban por cruzar el pasaje subtérrano de avenida Libertador, porque vivían por ahí, y las agarró una patota . Las quisieron violar. Mi vieja entró a repartir patadas y piñas, como un ninja y a gritar como una condenada, muy loca. La patota se fue corriendo al grito de ‘¡está loca!’. Eso lo contaba mi tia y después, encontré en esos papeles la historia relatada por mi vieja. Leí varios de los textos… Ahora los guardé, necesito descansar, voy de a poco. Es muy heavy reencontrarte con esos escritos”.
Un reencuentro diferente al que la unió a su madre cuando tenía casi 16. Martha se había ido cuando Verónica tenía 13 años. “Fue una época brava. Ya estaba enferma [en Caracas le diagnosticaron cáncer de ovarios]. No lo decía. Lo ocultaba. Era una mujer muy hermosa. No permitía que se dijera la palabra cáncer. Formaba parte del grupo de Rogelio Polesello, Jorge de la Vega, [Luis Felipe] Noé y de todos esos artistas. Fue una de las primeras pintoras tachistas argentina. Murió muy joven [diciembre de 1979, tenía 48 años]”.
En el Centro Cultural Recoleta, en 2007, se realizó una muestra con 40 obras nunca vistas de Peluffo. Alrededor de 20 de las pinturas que se expusieron estaban disgregadas en diferentes países de Latinoamérica. Las encontró Verónica después tres años de intensa búsqueda.
–Tu madre decía que tenía “la necesidad de experimentar el mundo”.
–Sí, así fue. Era directa, franca, buscaba en su propia humanidad y eso la llevó a hacer tantos autorretratos.
–¿Tenés recuerdos de ella pintando?
–Muchos. Toda una época de mi vida ella pintó en casa… Yo pintaba al lado de ella. Los cuadros que tengo ahora en mi casa son de ella.
–También están los tuyos.
–Sí… pero los que muestro son los de ella.
–En tu cuenta de Instagram [@verollinasarte] compartís tus dibujos, collages… y aclarás que el que busca tus videos de humor vayan a la otra [@soyverollinas]
–Algunos.
Responde como si la voz se escapara. Hace una pausa. El espejo le devuelve una imagen que ella solo ve, un recuerdo de infancia, de esa niñez que quiere abrazar… “No sé si tiene que ver la herencia –dice como si fuera una respuesta a sí misma–. Lo importante estaba en los libros, en las pinturas, en las fotos, en las cosas que escribía mi papá, me fascinaba lo que había en esa casa… Recuerdo con mucha felicidad cuando mis padres estaban en la famosa Casa de las Brujas [un petit hôtel en Av. Federico Lacroze 2101 que compartían con colegas, con artistas amigos]. Era un lugar muy estimulante. Con mi hermano [Sebastián, falleció a los 23 años, cuando ella tenía 26] deambulábamos por ahí, por arriba, por abajo. Había un jardín que estaba todo intervenido. Era increíble. Había artesanos, los que nos enseñaban a hacer cosas y con Sebastián hacíamos unas mierditas horribles que vendíamos. Poníamos una especie de kiosquito…”
–¿Alguien se las compraba?
–Sí [dice con cierta picardía], los artistas, artesanos, nos daban unas latitas que sobraban y las vendíamos, siempre había alguien que compraba. Todo era rarísimo. Había fiestas, era un mundo muy loco. Muy estimulante. Yo abría los cajones y veía objetos de arte, había muchas esculturas que me fascinaban. Creo haberle dicho a mi papá: a mí no me dejes plata, a mí me interesan los libros, los cuadros. Mucha fantasía, mucho jugar al teatro, hacer obras con mi hermano para que la vieran nuestros padres. Después empecé a hacer cosas con amigas, el Teatro Floripondo [las risas son contagiosas].
La puerta del camarín está abierta. Llinás ve pasar al equipo de trabajo y pide que le traigan algo de comer. No falta mucho para que Vero libere a Ignacia en el escenario. “Comí algo que me dejó Julia Calvo”, dice y suplica –como si ya estuviera en la piel del personaje– una empanada. “Basta de café”, ataja las propuestas del cafecito para zafar. “Una pizza, una empanada, un sándwich…”. El humor es un gran tamiz que Verónica suele usar para su vida misma. Una manera de encarar cada obstáculo, desafío. Esa forma de hacer frente, dice que la “papeó”, la anécdota nos lleva a un accidente automovilístico en 1971. “Te tuvimos que cortar un brazo –le dijeron a su padre–”. La respuesta, según cuentan en el ámbito familiar, fue: “¿Cuál? ¿El derecho?”. Él era diestro: “Ah, bueno, me queda el de montar”. En la autobiográfica Querida vida, Julio Llinás narra el episodio: “En un momento dado, el coche hizo un trompo y fue atropellado por un enorme camión que iba en dirección contraria. Se supone que salí volando por el parabrisas. Perdí el brazo derecho y casi pierdo el izquierdo. La oreja derecha, que estaba suelta, fue recogida por un policía que la envolvió en un pañuelo y la entregó al médico de la ambulancia”.
–Estuviste muy cerca de meterte en el mundo publicitario por sugerencia de tu papá.
–Me di cuenta de que no era lo mío en la cola para anotarme. Tuvieron mucho que ver las conversaciones que escuché. Yo no podía estar ahí.
–La decisión de salirte de la fila te llevó a tomar clases con Agustín Alezzo, Miguel Guerberoff y Ángel Elizondo. La escuela de mimo de Elizondo fue clave.
–Yo digo que fue fundacional. Aprendí mucho allí. Si bien con Alezzo estudié texto, para mí la gran escuela fue aprender a hablar con la acción, una acción sin palabras. Aprendí a contar con mi cuerpo como herramienta, pero no solo para actuar, sino también para dirigir, para crear. El lenguaje corporal tiene sus reglas, tiene una conexión, esencialmente con lo que somos. La escuela me dio una estructura profesional y a partir de ahí empecé a trabajar en varios espectáculos de la compañía.
Irreverentes, satíricas, provocadoras. Verónica era una de las chicas que sacudía la escena del underground porteño de los años 80. En plena efervescencia y con el regreso de la democracia, se sumó a las Gambas al Ajillo, junto a Alejandra Flechner, María José Gabin y Laura Markert. “Una ebullición creativa, lo recuerdo así. El Parakultural, Cemento… Probábamos. Con María José y Laura habíamos sido compañeras en la escuela de mimo; con Alejandra compañeras de teatro con Guerberoff”. Con todas se había cruzado en los cursos de melodrama, clown y tragedia que dictaba Cristina Moreira.
–Hay una historia que solés contar que en esa búsqueda, en esa especie de emprendimiento en el mundo del espectáculo, les decían que eran buenas pero…
–¡No comerciales! (risas) Era pura experimentación, se sentía un espíritu de libertad, estaba ese espacio donde no te exigían nada, entonces podías darte el lujo de ir a laburar casi en bolas, si querías… En el contacto con el público empezaba a surgir el material. Al comienzo era muy marginal, no era algo masivo.
–El boca en boca hizo que las Gambas hicieran historia, marcaran un rumbo.
–Empezó a crecer y de golpe en cada presentación había más gente, la cola daba la vuelta a la manzana. Fue todo impresionante. El Parakultural, Cemento, Paladium… Recuerdo una agitación permanente. Esa sensación de estar en una ebullición creativa permanente. No solo por las Gambas, sino por los espacios como el Parakultural que eran cunas para crear, inventar, liberar, puros semilleros.
–Por suerte muchos de los videos están subidos y se pueden ver. Hay uno en particular, con el que las recuerdan mucho. La puesta de que “Qué calor”, donde aparecían vestidas de monjas y poco a poco se desvestían.
–[Se abanica y simula un gesto de pudor]. Hoy no sé si podríamos hacer las Gambas… no.
–¿Por qué?
–Nosotras nos reíamos de las feministas siendo feministas. Nos reíamos de nosotras mismas, porque el humor es eso, reírse de uno mismo… Creo que ahora nos cancelarían [en una de las performances, “Mujeres maltratadas”, Gabin hacía el papel de una fanática de rock que aparecía en escena con su rostro cubierto de moretones y con ojeras remarcadas, entraba fumando un cigarrillo y cantando en tono grave mientras Flechner y Markert cantaban “Dame más” usando unos guantes de boxeo]. El humor sirve para visibilizar un montón de cuestiones, si no lo atravesás con humor a veces es muy difícil. En mi casa se decía mucho: “lo último que se pierde es el humor; lo primero es la plata”. Es una forma de poner arriba un tema, debatirlo. Éramos irreverentes… El humor es irreverencia, de algún modo el arte también lo es, si no es un chupetín… no hay sorpresas. Me siento muy privilegiada de haber vivido ese momento. Sabés lo que pasa, hay que decirlo: el humor políticamente correcto es un embole.
–Hay mucho humor en redes, vos hacés muchos videos en Instagram, pero a diferencia de lo que ocurre en otros ámbitos la violencia que se genera a través de los comentarios…
–Me preocupa que puedan decirte cualquier cosa, que no haya algún tipo de política comunicacional que prevenga eso. Yo no respondo a ningún partido, pero sí tengo una mirada muy crítica, sí me identificó con ciertas causas, como fue la del aborto. Pero no llevo ninguna bandera. Hay una simplificación de los discursos, de lo que se dice y los prejuicios. No me callo ante las injusticias, sea el gobierno que sea. Mi lugar es incómodo porque no tengo un lugar de pertenencia, no tengo una bandera y tampoco me quedo callada. Me putearon de un lado como del otro, como si un día fuera de River y al otro de Boca, soy el blanco. “No soy de aquí ni soy de allá”, musita la canción de Facundo Cabral. Las injusticias me ponen de mal humor y el mundo está lleno de injusticia, de violencia. Yo no me considero una humorista política, cero, pero son cosas que salen, que están ahí. Empecé… Yo voté a Macri y me sentí muy defraudada y empecé a hacer videos sin tener noción de la viralización que podían tener. Y empezó un derrotero bastante heavy… De pronto quedé estigmatizada. Me llama la atención que el cuestionamiento no sea con las clases políticas y sí con los que hacemos humor.
–Sin escala, de Gambas y a la TV con Antonio Gasalla.
–Nos propuso [a las Gambas] hacer unos sketches para su programa y después me dijo de sumarme y así empezamos [Gasalla 91, El Palacio de la Risa, Gasalla en Libertad, Gasalla en pantalla]. Siempre digo que tuvo mucha generosidad conmigo, no escatimó en halagos, me halagó mucho, mucho. Yo no me animaba a decirle a él esas cosas, no quería parecer cholula. Fue con Antonio que conocí el mundo más comercial, él fue el que me llevó a la tele, no era un formato que a mí me interesaba. Fue Antonio el que me permitió jugar. Agradezco su generosidad. Sé lo dije, en uno de nuestros últimos mensajes. Agradecí esa generosidad, esos halagos. Ya no me sentí cholula y le pude decir lo que me pensaba. Gasalla hoy tampoco estaría en la tele. Intentó volver, pero se dio cuenta antes de que no iba a poder hacer sus personajes, reírse de lo que se reía. Hablo del humor bufón, es el que tenía Antonio de algún modo. La esencia del bufón no es hacer chistes inocentes y ese rol me parece maravilloso en la sociedad y necesario. Creo que lo que no entienden los gobiernos es que a través de ese humor se descomprimen un montón de cosas, ahora el único humor posible es el humor del pavote, que no está mal, pero no puede ser el único. No hay nada más estupidizante que tener una corte de chupamedias, porque entonces se convierte en una especie de endogamia, no contrastás tus ideas con ninguna otra, ni con la realidad, con nada. Se perdió la posibilidad de intercambiar ideas, opiniones y eso es una pena y el humor termina siendo muy funcional a eso. Antes se podían decir un montón de cosas y ahora, fíjate hay varios humoristas que quedan bien con Dios y con el diablo, que no plantean nada, no cuestionan, simulan que van a decir algo. El último fue Pinti.
–Volviendo a ese salto a la tele, la popularidad no fue inmediata como uno imagina.
–No, es que en el programa de Gasalla aparecía tan maquillada, tan metida en los personajes que por la calle la gente no me reconocía. Se fue dando de a poco.
–Tu cara está ligada a grandes personajes, pero sin duda el más popular es el de Inés Murray Tedin Puch de Arostegui, la mujer adinerada y clasista que compusiste en Viudas e Hijos del Rock & Roll (2014).
–Cómo nos reíamos… Fue un gran equipo. Sebastián Ortega me dijo “hacé lo que quieras”, creo que nunca alguien me regaló esa confianza absoluta. Con Luis [Machín] encontramos un código, improvisábamos, nos potenciábamos. Para mí fue uno de los mejores momentos. Tuve una enorme libertad, una carta blanca. Fue un lujo. En la televisión no hubo nada tan osado y tan incorrecto como esa serie y creo que nunca va a volver a existir. ¡Qué matrimonio tan espantoso hacíamos con Luis!
Hay momentos en el camarín en los que Verónica suelta a a Ignacia, esa actriz que se autopercibe icónica, diva, una “ex-estrella”, como le gusta decirle, una figura de la televisión que decide hacer un clásico de la tragedia griega para mostrarse “seria, culta”, capaz de encarar un personaje para el que le dijeron que ya estaba “grande”. “No quiere aceptar el paso del tiempo, ¿quién quiere? –pregunta en busca de cómplices–. Por eso Ignacia recurre a todos los artilugios posibles para verse joven, para sentirse vigente y convoca al director más prestigioso del momento. Pero comienza a dudar de ella misma, compite con su coprotagonista y se atrinchera en el baño. Le da un ataque de pánico que le hace replantearse todo, no solo la importancia de la obra,sino su vida, su carrera, aparecen todas sus inseguridades”.
–El paso del tiempo, ese “enemigo” que nos impusieron, imposible de derrotar …
–Para una actriz no ser joven, no verse perfecta, no estar flaca, espléndida genera desesperación en muchos casos, porque los trabajos bajan o solo se reducen a que seas la abuela, la tía, la amiga. Se pierde la vigencia, ya no te convocan como antes… Y en estos tiempos con el auge de la imagen, de las redes sociales, hay una necesidad de mostrarse bien. Todo el tiempo se está hablando de mantenerse joven, de responder a cierta belleza… Nunca fui bella.
–Por favor, no digas eso. Sos bellísima.
–(se sonroja). Lo que quiero decir es que la mía no es una belleza hegemónica, nunca me interesó y ese es mi capital, me quedo tranquila en ese sentido y aliviada profundamente por no tener que responder a esas exigencias, pero sí estoy atenta a que no se me caiga este pedazo [bromea y se toca partes de su cara, de su cuerpo]. Fue una elección muy consciente. Yo podría ser una mujer que vive entre cirujanos plásticos, haciendo que me coloquen rellenos con ácido hialurónico, que me hagan la radiofrecuencia, el coso y el otro coso… Podría ser esa mujer, pero no lo soy. Son elecciones y yo tomé la mía. Y también soy feliz metiendo la mano en la tierra, haciendo mi huerta, jugando con los perros, leyendo, dibujando… Pero me pasa lo que le pasa a Ignacia también. Viene el momento de la foto y se me descargan todas las inseguridades, me desespero, no quiero que se me vea la papada, la arruguita.
–La obra la coescribiste con Facundo Zilberberg.
–La obra original es de Facundo, yo la adapté para poder estrenarla en una sala de la calle Corrientes, darle elementos que se muevan entre lo comercial y el under, es una comedia distinta. Me moví en los dos mundos, yendo y viniendo, me gusta experimentar.
–Le pusiste mucho a Antígona, porque también la codirigís con Laura Paredes [actriz, directora, dramaturga, forma parte del grupo Piel de lava, actuó en Argentina, 1985 y es pareja del director y guionista Mariano Llinás, hermano de Verónica] .
–Laura y Mariano me guiaron, fueron fundamentales. Fue un proceso en el que sí, le puse mucho, quería llevarlo adelante. Mi hermano, como hace siempre, apareció en un momento, me dijo algo que me detonó la cabeza y se fue, así es él. Con Laura pudimos trabajar y volver a trabajar. Todo eso que trabajamos en la escritura lo llevamos a los ensayos. Pudimos probar de todo con los actores. Esteban [interpreta al hijo del representante de la actriz] y Héctor [se pone en la piel de un coach que intentará hacer que Ignacia salga del baño] lo dieron todo. Se armó un gran equipo. No exagero cuando digo que seguimos trabajándola en cada función, lo damos todo porque esta obra es “salvaje”, es así. Vamos a fondo en busca de hacer reír a los que están ahí. La gente tiene ganas de reírse, hay una necesidad de reírse.
–El humor como una forma de ver la vida.
–Y de percibir la realidad. El dolor no desaparece, allí está. Es la manera de hacer frente, como decía mi papá. Es mirar las cosas con otra perspectiva. En mi familia hay instinto de supervivencia.
En 2015, Verónica hizo La Mujer de los perros, una película que la enorgullece y que ama por todo lo que hubo detrás de ella. Su hermano Mariano fue el que encendió la chispa. Con Laura Citarella, la codirectora, trabajaron durante tres años para sacarla adelante. En ese tiempo, Llinás enviudó. “A pesar de su enfermedad y su inminente muerte, me ayudó y me alentó a que no la abandonara, que la terminara”, comentó en el momento del estreno. A Guido lo conoció joven. Fue un flechazo. Fueron amigos por un tiempo. “Estuvimos juntos 25 años”, la voz se quiebra. Se acomoda los anteojos, sonríe. “El dolor no desaparece. A la vida hay que vivirla”.
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