Para quienes no lo conocían, el nombre de Roberto Chuit Roganovich circuló más allá del circuito literario chico hace unos días, cuando resultó ganador del premio Clarín Novela con su libro Si sintieras bajo los pies las estructuras mayores. El reconocimiento cierra un tríptico que le valió notoriedad: en 2022, su novela Quiebra el álamo ganó el premio Futurock Novela; y en 2023, su colección de cuentos Todos los terneros y los pumas ganó el Concurso de Letras del Fondo Nacional de las Artes.
Roberto es cordobés, licenciado en Letras Modernas por la Universidad Nacional de Córdoba y becario doctoral del Conicet. Vive entre Córdoba y Buenos Aires por cuestiones laborales, y desde esa última ciudad aparece del otro lado de la pantalla del Zoom, para hablar del premio, de su nueva novela y de la literatura cordobesa.
Es la segunda vez consecutiva que un cordobés gana el premio Clarín Novela: el año pasado fue a Para hechizar a un cazador, de Luciano Lamberti, y todo parece cerrar en un círculo de coincidencias, porque Chuit Roganovich ha sido uno de los talleristas de Lamberti.
Nacido en 1992, Chuit Roganovich es un tuitero de pulso filoso, un interlocutor desprejuiciado para hablar de autores e influencias, un defensor de aquellos géneros de la literatura que la Academia aún mira de costado y, también, un lector que mantiene intactas las sensaciones que le generaron en la adolescencia los libros que lo impactaron. Tiene, también, un asombroso aire a Carlos Busqued, del que no reniega. “Todos dicen que soy el hijo de Vicentico y Busqued. Lo amo al gordo, así que todo bien si me comparan”, aclara.
Generaciones de la literatura cordobesa
“Hay algo que está sucediendo en la literatura de Córdoba que no sé muy bien qué es. Supongo que la crítica se va a encargar de intentar explicarlo. Cuando yo era chico e iba a la facultad o a algunos eventos culturales, estaban dando vueltas por ahí Lamberti, Eugenia Almeida, Federico Falco, Camila Sosa Villada o Carlitos Busqued. Para nosotros, eran como héroes que recién estaban empezando a publicar, los admirábamos. Creo que la presencia de ellos ahí hizo que muchos chicos de mi generación se sintiesen invitados a escribir, por saber que estaban en la ciudad y que en nuestra ciudad había escritores vivos, trabajando de cosas que tal vez nosotros queríamos trabajar, pero sobre todo escribiendo, y supercercanos”, comienza Roberto.
Y suma: “Creo que la literatura de los ‘90 y la literatura pos-90 de la crisis necesitaban políticamente transitar el trauma del 2001, pero terminó por perder su poder y vinieron todos estos nuevos jugadores que empezaron a incorporar otros elementos, ajenos al realismo. Y terminó saliendo bien, no sólo a nivel formal, sino editorial”.
–En una entrevista con “Clarín” señalaste eso mismo para fundamentar que tu generación, a diferencia de otras, no necesita cometer el “parricidio” con quienes los precedieron. Decías que la literatura ya no discute con un proyecto político…
–La importancia del Facundo, de Sarmiento, por ejemplo, más allá de como discurso literario, era porque también era un discurso que pretendía intervenir políticamente en la sociedad y tuvo un alcance enorme. Lo mismo pasaba con Lugones respecto del problema de la ciencia contemporánea y el desarrollo de la ciencia argentina. Lo mismo pasaba con Borges respecto del sentido de lo real y del sueño, y los escritores que vinieron de forma posterior a ellos en un país en donde todavía la literatura era considerada una experiencia artística de sumo valor. Hubo personajes como Di Benedetto, Piglia, de alguna manera Saer, César Aira, que intentaron armar espacios pequeños de vanguardia, en sus cuentos, en sus en sus novelas, en las revistas en las que publicaban, en las que discutían con la generación precedente, detestaban a Borges, al boom latinoamericano, a Cortázar. Pero creo que el contexto político argentino y el contexto cultural argentino no los incentivaban a ellos a generar esas conductas (que a mí me parecen divertidísimas y sanas para el desarrollo de un arte como la literatura). Pero desde los ‘90 hasta acá ha pasado otra cosa. Estamos bastante solos y como estamos bastante solos a nivel editorial y porque la literatura ya no genera la cantidad de dinero que generaba antes, porque nuestra población tal vez lee un poco menos, lo último que queremos hacer es pelear con la generación que nos antecede. Así que preferimos tomarlos como profesores, como docentes, queremos asistir a sus talleres. Cursamos con ellos, aprendemos con ellos, son los que revisan nuestros textos, son los primeros que nos acercan al mundo editorial, son los primeros que nos facilitan nuestras primeras publicaciones. Creo que el ambiente es un poco más corporativista, en el sentido de que de alguna manera todos creemos que el que tenemos al lado debería poder publicar. Ojo, también es un ambiente salvaje, como cualquier otro.
–Decís que se lee menos, también se podría pensar que se lee peor. O fuera de contexto. Pienso en la reciente polémica por los libros “Cometierra” o “Las aventuras de la China Iron”, demonizados por ciertos sectores por sus contenidos sexuales…
–Es que creo que tiene que ver un poco con todo. Si la literatura todavía fuese hoy un espacio autónomo, editorialmente exitoso, se la juzgaría por sus propios méritos literarios. Como la literatura ya no tiene más ese espacio que solía tener en la cultura, es fagocitada por otras experiencias de la cultura, por ejemplo, la política, que va a hacer una utilización de la literatura partidaria o extraña. Ya no juzgamos Cometierra o Las aventuras de la China Iron por su calidad literaria, sino que desde un lugar inapropiado de la política, para ver si estamos leyendo un libro desde el aparato pedagógico, desde el aparato estatal. Estamos queriendo leer un libro desde múltiples espacios y deberíamos estar discutiendo si la novela es buena o no. No mucho más. Es una obra de literatura.
Un hongo misterioso
Como en Quiebra el álamo, Si sintieras bajo los pies las estructuras mayores es una novela con las voces de varios narradores. Aquí, además, hay varios tiempos y lugares: el año 1504, con la llegada de los españoles a América; 1888, con un argentino enviado a Londres; 1945, terminando la Segunda Guerra Mundial, en la Patagonia, y en 2037, en un territorio desconocido.
“Me interesan las novelas polifónicas porque me interesa, primero, experimentar con diferentes voces narrativas; y segundo, por una imposibilidad mía de sostener un discurso único durante 300 páginas. Me aburriría mucho trabajar con un único narrador durante tanto tiempo”, explica.
Y resume qué une a los personajes y sus particulares circunstancias: “A pesar de que hay muchas voces y de que las historias están muy distantes en el tiempo, hay algo que las une, sobre lo cual no sé cuánto decir porque ‘espoilearía’ demasiado. Pero tiene que ver con una presencia absoluta de la naturaleza, con algo propio de la naturaleza que subsiste y que preexiste a la humanidad. Del mismo modo en que un árbol puede ser muchísimo más viejo que muchas generaciones juntas de humanos, como también una piedra o como el planeta mismo, que va a seguir existiendo incluso después de nuestra extinción y que existe muchísimo antes de que aparezcamos desde el mar”.
¿Hasta dónde contar sin arruinar la lectura? Él dice que hasta acá: “Se trata de un ‘bionte’, a camino entre el mundo fungi, el mundo animal, el mundo humano, que no puede ser clasificado por la ciencia contemporánea, que habita en el subsuelo en clave micelar, como todos los hongos”.
A Chuit Roganovich, entre otros autores, se los ha empezado a incluir como cultores del new weird, género que combina elementos de la ficción extraña con otros subgéneros de la ficción especulativa.
–Hay muchos escritores que reniegan de ser encasillados en un género. Vos parecés cómodo cuando ubican tus novelas en el new weird…
–A mí me parece bastante una pedantería que un artista reniegue de los géneros que se le achacan. Uno, cuando escribe, sabe bastante bien qué está haciendo y sabe muy bien en qué fuentes ha abrevado para producir lo que produce. A mí no me molesta en absoluto que se diga que lo que estoy escribiendo ahora pertenece al new weird. Porque me gusta el género y porque hoy me encuentro dando una batalla contra el realismo, no sólo en mi escritura, sino también en la banda en la que toco, en la literatura que enseño, en los papers científicos con los que intento trabajar. Siento que hoy la ciencia ficción, el terror, el new weird tienen una potencia política muchísimo más amplia que la del realismo, porque al ser mucho más elásticos en su forma de ejercer el pensamiento, al funcionar verdaderamente como antropologías especulativas, nos permiten organizar o por lo menos vislumbrar cuáles son las fugas ideológicas del mundo en el que vivimos, cuáles son los temores que tenemos todos, los deseos que tenemos todos, pero que nadie dice. El realismo creo que hoy está un poco perdiendo esa capacidad, esa potencia artística. Me siento cómodo en la trinchera en la que se me ha puesto, sobre todo por la gente con la que la comparto: Mariana Enriquez, Samanta Schweblin, Luciano Lamberti. Yo quiero ser como ellos, así que estoy cómodo con mis compañeros más grandes.
–¿Y a qué otros autores admirás y de quiénes aprendiste en esos géneros?
–La lista es larguísima, pero probablemente nada me vuelva a generar en el cuerpo lo que me generó leer por primera vez a Arthur Machen, a Lovecraft, a Edgar Alan Poe. Siguen siendo, para mí, mi infancia y mi paso a la adolescencia. Todavía sigo leyendo y consumiendo cine superenfermizamente para encontrar eso que yo sentía cuando leía a esos autores. Ni hablar de Harry Potter.
–Hemos hablado otras veces de ese tipo de obras literarias, muchas veces de género, que sacuden a los primeros lectores que, cuando se vuelven adultos, desprecian…
–Tiene que ver mucho con lo que te decía del combate contra el realismo. No es sólo un combate contra las casas editoriales y contra los concursos que premian novelas realistas, también es dar una disputa al interior de las academias y de los planes de estudio de nuestras escuelas secundarias y universidades, que excluyen sistemáticamente la literatura de género. Que no pueden reconocer la potencia política, metafísica, filosófica, antropológica de este tipo de géneros, porque son interpretados históricamente como géneros menores. Yo a Herman Hesse lo adoré toda mi vida, pero fue mucho más radical el efecto que tuvieron en mí Lovecraft, Tolkien o Stephen King.
–También hablaste de una batalla contra la “literatura del yo”…
–A mí la literatura del yo y la autoficción no me interesan en absoluto. Me conmueven siempre y cuando exista detrás de eso una historia de vida que me convoque, que me haga observar una parte de la humanidad que se me tiene vedada. Por lo general, de esa literatura me interesa la que escriben las mujeres, desde Annie Ernaux a Virginie Despentes, porque trabajan desde un cuerpo que yo no tengo. Pero respecto a la literatura del yo y la autoficción, no sé, siento que tengo una vida para nada interesante. Hice todo lo que tenía que hacer un varón blanco heterosexual de clase media, de modo que lo que puedo contar acerca de ese mundo es irrelevante, es más ruido, es un autobombo que no me gusta, una forma de onanismo y de autopalmearse el hombro que me genera un poco de rechazo. Sigo sintiendo que la literatura se trata de contar historias y que el autor debe borrarse un poco de ese dispositivo.
Lo que sigue para Roberto es, en diciembre, la defensa de su tesis doctoral e intentar presentarse a una beca posdoctoral (“Pero dadas las circunstancias del Conicet, todo se va a volver un poco más complicado”). Y, ahora, sentarse a corregir Si sintieras bajo los pies las estructuras mayores junto con una editora, para el lanzamiento por la editorial Alfaguara, en marzo de 2025. Pero, antes de todo eso, dice, tiene que avisarle a su madre cuándo sale esta nota.