Ernesto Guevara de la Serna, el “Che”, fue, hace varias décadas, una figura política ineludible, a lo menos, en toda Latinoamérica. Pero desde hace algunas décadas no es más que uno de los máximos íconos de la cultura pop universal, cuyo encuadre mítico se podría relatar con tres fotografías: la del heroico guerrillero que combate en Sierra Maestra (de Enrique Meneses); la del revolucionario triunfante que mira esperanzado el porvenir (de Alberto Korda); la del comandante guerrillero muerto en Bolivia (de Freddy Alborta).
Una arriesgada tesis propone que sin fotos no habría mito. Y sin mito, no habría mercantilización de su figura: ni los más disímiles productos que sostienen un regular y legendario Chesumismo (remeras, pósteres, pines, helados, zapatillas, perfumes, ojotas, cigarrillos, calcomanías, tatuajes y sigue la lista); ni el Chellywood que propició la industria del cine y el espectáculo; ni el Chesucristo, esa paradojal representación de un Cristo latinoamericano combatiente y con fusil.
Cuando nadie podía saber que esto sería el futuro, allá por 1969, en la pequeña comuna de San Miguel, apenitas al sur de Santiago de Chile, al alcalde se le ocurrió hacer un concurso público para erigir una escultura monumental del Che. Praxíteles Vázquez, el elegido, propuso una pieza de bronce de tonelada y medio y casi tres metros de altura, donde un aguerrido Guevara avanza poniéndole el pecho a las balas mientras sostiene su fusil entre las manos. El alcalde se dio el gusto de inaugurarla un par de días después de que Salvador Allende asumiera la presidencia, en 1970. En 1973, Augusto Pinochet, un par de días después de derrocar a Allende, ordenó que un comando militar hiciera desaparecer la estatua.
Aquella estatua, la primera que se realizó en todo el mundo del Che, es, hoy, una figura desaparecida más en la lista de la dictadura chilena. Pero nadie reclamó por ella ante las autoridades hasta hace poco, porque todos quienes conocieron su historia eligieron olvidarla. El reclamo fue una ocurrencia genial de Juan Pablo Meneses (Santiago, 1969): presentó una denuncia ante el Consejo de Monumentos Nacionales.
Esa denuncia está en el centro de Revolución, su nueva novela, un híbrido, genéricamente hablando, que cruza la ficción con la crónica. “Literatura crónica”, gusta decir Meneses. Una novela basada en hechos reales, podríamos decir nosotros.
Una novela que impacta sobre la misma realidad que describe al conseguir modificarla, transformarla: donde había olvido, ahora hay memoria.
Una novela política, también, que amplía el campo de sentido del concepto de la desaparición forzada.
Una novela, en fin, que demuestra que la ficción puede construir, o reconstruir y reponer, una verdad. Una verdad que describe, sobre todo, la metamorfosis de la cultura y de la política en los últimos 50 años.
- Revolución. De Juan Pablo Meneses. Editorial Tusquets. 264 páginas