Desde la posguerra, la internacionalización de los derechos humanos y la expansión del Estado constitucional buscaron construir un mundo menos violento y mejor integrado, que diera impulso a la democracia, ampliara la igualdad y estimulara la inclusión.
Desde entonces, la “corrección política”, signada por la moderación, la tolerancia, el respeto a las minorías, ha modelado las democracias formales.
Sin embargo, esta estructura, ampliamente legitimada, enfrenta hoy una oleada de críticas. Voces crecientes sostienen que la moderación política no sólo ha fallado en sus objetivos, sino que además ha cimentado instituciones que, al dilatar la resolución de problemas ciudadanos, provocan desazón y resentimiento en la sociedad.
La adhesión a discursos que hasta hace poco eran calificados por voces moderadas como “extremistas” no deja de extenderse en muchos países.
Cada vez con menos vergüenza o remordimiento, estas miradas encarnan en ciudadanos que ven en la corrección política una barrera para el progreso, confrontando de manera crítica a los líderes tradicionales, a quienes acusan de extraviarse en una “zona de confort”, sin respuestas a problemas como la inseguridad, la pérdida de identidad cultural y la desigualdad económica.
Es en este contexto donde surge la denominada “democracia de resultados”, que a los contenidos formales del sistema les exige suficiente aptitud para lograr cambios reales, que satisfagan necesidades esenciales.
La emergencia de líderes que cabalgan sobre la incorrección política coincide con un contexto de franco desencanto hacia los referentes moderados (su lentitud, su retórica, sus renuncios y dobles estándares, su alejamiento de los problemas de la gente común), y genera en las audiencias una tolerancia creciente hacia quienes prometen reformas drásticas a corto plazo, aun si eso implica eliminar instituciones e incluso relativizar las normas legales o constitucionales.
¿Es la figura de un líder carismático y disruptivo, o su coincidencia con el hartazgo ciudadano en la que está inserta, la que propicia los nuevos contextos políticos?
Ante la sensación de que los modos de la política formal se volvieron inaptos para resolver sus demandas, la ciudadanía se interesa por (y acepta) fórmulas diferentes, buscando en ellas soluciones más rápidas a problemas profundos, que con el tiempo sólo se agravan.
Estos líderes emergentes no cuentan con una legitimidad plena para reformar el sistema a su antojo, pero sí con el respaldo temporal de una sociedad cansada, dispuesta a tolerar rupturas e incluso transgresiones si estas prometen resultados.
Sin embargo, la brecha entre los dichos y los hechos sigue representando un terreno delicado para estos movimientos. Ante los primeros signos de ineficiencia, las mismas audiencias que inicialmente apoyaron a estos líderes pueden quitar el apoyo y buscar nuevas alternativas.
A veces, los equipos comunicacionales de estos nuevos referentes (incluso en el gobierno) sintonizan la decepción y el líder improvisa nuevos discursos, abrazando causas vituperadas hasta minutos antes.
Esto ha generado un ciclo en el que los outsiders que captan la simpatía de las masas, si no logran adhesión, reaccionan con agresividad: hacia referentes sociales, periodistas o la propia población que les otorgó su respaldo.
Adaptarse a los tiempos
Cuando estos referentes líquidos alcanzan el poder, enfrentan la dificultad de gobernar con reglas que ellos mismos han criticado y se ven obligados a transitar corredores institucionales que pueden frenar sus impulsos de cambio rápido. O, cuando los aprecian desde adentro, advierten que los andamiajes son difíciles de modificar. Y aún peor: perciben que cambiarlos podría agravar situaciones.
Para superar estas limitaciones, muchos gobernantes emergentes optan por mantener el enfoque combativo hacia organismos reguladores, medios de comunicación y estructuras legales, alegando que allí radican los obstáculos, e insisten en que practicarán reformas estructurales que reducirán las burocracias y modificarán los límites legales.
Pero la velocidad e intensidad de los discursos ocurre a una velocidad muy superior que los cambios reales.
El resultado, indefectiblemente, será una nueva preocupación popular. Aunque ello no llevará necesariamente a un retorno de la corrección política.
Para los referentes “clásicos” que defienden la prudencia, el desafío es adaptarse a un electorado que ya no percibe en la corrección política una vía de progreso.
La moderación debe evolucionar para ofrecer resultados tangibles en el ámbito económico y social, y reconectar con las preocupaciones reales de la ciudadanía. Defendiendo con realizaciones las instituciones democráticas y posicionándose como una alternativa dinámica frente a discursos radicales de cambio que, aunque resonantes en la coyuntura, pueden amenazar la estabilidad a mediano o largo plazo.
En esta nueva era de descontento y de búsqueda de resultados (en muchos casos, justo es decirlo, por expectativas y necesidades atrasadas), la moderación –como paradigma político– se enfrenta a una encrucijada. Debe abandonar la somnolencia y la hipocresía. De no lograrlo, continuará cediendo espacio a líderes emergentes que pueden convertirse en agentes de inestabilidad.
La confianza en las democracias dependerá de la capacidad de adaptación de sus referentes, evitando que la ineficiencia de unos y el oportunismo de otros conduzcan a mayores retrocesos.