«Mi nombre es Araceli Magdalena Rodríguez Navas. Yo soy mamá de Luis Ángel, un policía federal que desapareció en cumplimiento de su deber el 16 de noviembre de 2009».
Como se puede intuir, Araceli es —y será siempre— madre antes que cualquier otra cosa. Lleva consigo una herida insanable desde que su hijo, Luis Ángel León Rodríguez, junto a seis compañeros de trabajo y un civil, partió de Ciudad de México rumbo a Ciudad Hidalgo, Michoacán, donde habían sido comisionados por la Policía Federal. Luis Ángel y sus colegas nunca llegaron a su destino. Desde entonces, Araceli se ha convertido en una buscadora. Una perseguidora del rastro que dejó su hijo en ese trayecto de poco más de tres horas, con el fin de localizarlo tras casi 16 años.
Los indicios de la investigación apuntan a que los responsables de la desaparición fueron integrantes de un comando armado conocido como La Familia Michoacana, una organización criminal mexicana dedicada al narcotráfico y a diversas actividades ilegales, designada como «organización terrorista» por el Departamento de Estado de los Estados Unidos.
Araceli tuvo que mirar de frente al dolor luchando. No había otra forma de encontrar a su hijo. Se hundió en procesos legales, demandas y denuncias ante la administración. Inició la búsqueda por su cuenta, hasta que recibió el apoyo de amigos, familiares de desaparecidos y de ciertos sectores institucionales. Junto con los parientes de los otros desaparecidos que iban con su hijo, fundó el colectivo Colibrí, una asociación de «reacción inmediata«, tal como ella misma la define. Además, decidió terminar sus estudios obligatorios, graduarse en Derecho y, recientemente, culminar una Maestría en Derecho Penal.
Cada persona lidia con la tragedia a su manera. Por una mezcla de empatía, necesidad y complicidad con el dolor ajeno —también propio—, Araceli se formó en legislación penal y en los mecanismos que tienen las víctimas para narrar su caso y denunciar. “Cuando me piden apoyo, les pido información: quién es quien me llama, de dónde, el nombre de la persona desaparecida y su edad. Empiezo a hacer los enlaces con las autoridades para que le brinden atención inmediata a la familia que me pide ayuda”.
Por si fuera poco, ni ella ni sus otros hijos han podido vivir nunca en paz. Araceli está acompañada las 24 horas por escoltas designados por la Fiscalía General de la República, además de estar bajo el amparo del llamado «mecanismo federal», que contempla medidas de protección del más alto nivel. Esta vigilancia constante obedece a las múltiples amenazas —verbales, escritas y físicas— que tanto ella como su familia han recibido. El 4 de marzo de 2023 sufrió un ataque en la carretera Acapulco-Chilpancingo, cuando hombres armados interceptaron su vehículo y desarmaron a sus escoltas. “En ese momento, su protocolo de actuación era no repeler la agresión, ya que eran un comando armado de más de diez personas. Si ellos (los escoltas) reaccionan, pues nos matan ahí”, relata. Es por eso, que además de angustia y desesperación, probablemente lo que más ha experimentado la buscadora es miedo. Pero el miedo no es sinónimo de cobardía. “Sabemos que lo que estamos haciendo puede llevar a una emboscada, a una extorsión, a una amenaza o hasta la muerte […] Si a mí me paraliza el miedo, ¿quién va a buscar a Luis Ángel? El miedo no me frena, porque quiero que haya justicia, que haya verdad”.
Tierra de desaparecidos
La historia de Araceli no es una excepción. Es una entre miles. En México hay 128,059 personas desaparecidas y no localizadas, 72,100 cuerpos sin identificar y 5,696 fosas clandestinas descubiertas hasta la fecha, según el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RNPDNO). El drama es tan profundo que ni siquiera el inicio de la denuncia está garantizado: muchas familias deben esperar hasta 72 horas o más para poder reportar la desaparición de un ser querido.
A pesar de la magnitud de esta tragedia, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos de México ha llegado a negar que el país viva una crisis de desapariciones, y menos aún que éstas respondan a una política de Estado. Pero las cifras contradicen esa negación institucional: de las 600 personas encuestadas por Amnistía Internacional México en su informe «Desaparecer otra vez. Violencias y afectaciones que enfrentan las mujeres buscadoras en México», apenas 60 cuentan con medidas de protección por parte de la fiscalía o están inscritas en algún mecanismo oficial de seguridad, a pesar de que el 97% ha sufrido algún tipo de violencia, como amenazas, ataques en redes sociales o acoso por parte de las propias autoridades.
Treinta familiares de personas desaparecidas —dieciséis de ellas mujeres— han sido asesinados desde que existen registros. Es probable que la cifra real sea mucho mayor, dado que muchas agresiones no se denuncian por miedo. En este contexto, la figura de las madres buscadoras, como Araceli, se erige como una denuncia viva contra la impunidad y el abandono estatal. Ejemplo de las extorsiones institucionales fue Genaro García Luna, entonces titular de la Secretaría de Seguridad Pública, quien le dijo a Araceli que debería reflexionar sobre “cómo le gustaría morir” cuando ésta cuestionó en una reunión con víctimas y autoridades por qué las autoridades no buscaban a su hijo.
Un sacrificio inexorable
Su vida, como la de tantas otras mujeres, quedó atrapada en la búsqueda. “Por buscar a Luis Ángel yo desaparecí para mi familia. Me tuvo que gritar mi hija un día: ‘me queda claro que el día que se fue mi hermano también te llevaron, te secuestraron, y te desaparecieron a ti. Porque tú tienes el dolor de tu hijo, pero nosotros tenemos doble dolor. El dolor de no tener a nuestro hermano y el dolor de no tenerte a ti’. Y esas palabras me hicieron reflexionar mucho.”
Son palabras que revelan un dolor compartido y heredado, una tortura extendida en el tiempo: “Son 16 años de no sentirnos libres, de no sentirnos seguros, de sentirnos siempre con la angustia de si voy a regresar cuando salga […] Nos sometieron a una tortura continuada de no tener a Luis. Entonces, yo siempre lo digo: aunque mi Luis regrese, que lo amo, lo adoro y yo deseo su regreso, volverlo a ver, a abrazar… Nunca nos van a poder restituir todos los años robados de dolor y angustia.”
Pero incluso desde esa mirada lacerante, Araceli habla de esperanza: “Nos sentimos (las mujeres buscadoras) como las raíces de un árbol que se entrelazan para intentar dar esperanza a otras familias para que encuentren a la persona que están buscando.” Y es que, a pesar de todo, ellas siguen buscando. En ocasiones arrastrando miedo y desaliento, pero con dignidad imperecedera. Porque si ellas se detienen, ¿quién buscará a los suyos?
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