«Y bien, te confiaré, antes de dejarte, que quisiera ser compositor de música», la frase nos llega solo al final de un largo poema póstumo, Poeta de las cenizas o Quién soy, autobiografía o retrato, fuerza de belleza que vuelve imposible pensar cualquier ejercicio de redacción de un perfil de su autor: Pier Paolo Pasolini.
El relato conocido es que Pasolini se dedicó a todas las artes, probó toda fruta que tuvo a su disponibilidad, siguió las pulsiones más allá de las restricciones. La tipificación penal que se configura en torno a su nombre es la del heresiarca. Inevitable, ya que mezcló tradiciones y éticas disímiles, resolvió de igual manera en el cine como en la literatura y el teatro, jugó creativamente entre lo sagrado y lo profano.
Parece vital al acercarse a Pasolini pensar en la transposición lingüística en cada metamorfosis artística. Muy usual es pensar ¿que le dió el cine al escritor?, pero ¿que le dió la música al intelectual, al cineasta, al escritor, poeta y dramaturgo, Pier Paolo Pasolini?, ¿qué política hay en el lenguaje musical que no hay en otros, que potencias se cifran en ese sonido organizado?
Prefiero pensar que antes que un traidor o hereje, Pasolini fue el héroe del empirismo erótico. Y no hay pleonasmo o mutua implicación en los términos de esta fórmula: tanto la teoría puede ser la vía regia a ciertos placeres y roces no menos reales que los que ocurren en la práctica, como la experiencia práctica tiene sus zonas de aburrimiento y alienación, de automatismo y languidez. Reunir deseo y realidad es más difícil de lo que parece: no basta dejar sangre, sudor y lágrimas, no basta con el complot y la planificación, hace falta algo más. Encontrar la herida en la textura de lo real, como hace Bach. Sus melodías, por más que parezcan abstractas o matemáticas, por más que sean resultado de la vibración material en esta tierra, suenan como la voz de Dios.
Quisiera pensar que hay que autonomizar a Bach del signo religioso. Su música representa algo diferente que una liturgia, una doctrina y una espiritualidad; connota algo más que el aura de seriedad, de barroco, de canon, de todos los códigos culturales que se activan en busca de establecer un mapa de sentido ante la escucha del acontecimiento.
Los temas y las tonalidades afectivas que diseminan las obras de Bach no son solamente para Pasolini un recurso narrativo, una inyección rápida de emotividad, de tragedia o gracia. No hay necesariamente una mímesis entre la narración visual y la música, no es tampoco una complementariedad lo que se consigue finalmente. Sí parece, como toda obra prolija, que la imagen representa sinestésicamente otra voz que se integra a una partitura previa. Sí hay un reconocimiento y evocación a la cultura europea, a occidente, al cristianismo, y también a las formas musicales populares, en los usos que Pasolini hace de la banda sonora.
Permítaseme una desviación parafrásica del mismo Pasolini: no hay nada que obligue tanto a escuchar las cosas como hacer una película. Intérpretes y compositores tienen que seguir una lengua escrita, esa partitura, que es siempre resultado de selección, o lo que es lo mismo, de exclusión. Tarea condenada al fracaso, es muy difícil vigilar el espacio aural, el aire, los canales del sonido; toda táctica de aislamiento e insonorización es un simulacro. En el cine, por lo menos quisiera hipotetizar que es lo que hace Pasolini, se asume la tarea de excluir, si no de escuchar, incluso múltiples pistas.
La orientación a la belleza atrasa y anticipa a quien busca una estética. Pasolini no renegó de esto. Aunque su figura viva polémicamente en estas tensiones, aunque su legado sea inapropiable, ni cínicos ni revolucionarios, ni viejos ni jóvenes, ni románticos bohemios o sibaritas materialistas, pueden estar cómodos ante la obra pasoliniana. Eso cargamos además de su ausencia.
Una italianidad de Pasolini, además de su cultura, de su marxismo autonomista, de su sensibilidad cinematográfica, sus mitos medievales y cristianos, es su consciencia semiológica. No basta decir que es un intelectual, que lo era y ya no hubo otros como él; hay que decir que poseía un cuerpo y una mentalidad arrojada al imperio de los signos, dispuesta a trabajar la materia de la producción de sentido con sus herramientas más fundamentales. Esto hizo que nunca perdiera de vista la heterogeneidad de lenguajes que componen la experiencia cotidiana, fue capaz de desautomatizar la inmoción en el mundo de los signos y trabajar con ellos; esto quiere decir buscar estructuras y articulaciones, oposiciones y valores, connotaciones y denotaciones, motivaciones y arbitrariedades.
Si es herético —e innegablemente lo era—, el significante musical se articula con significados políticos, religiosos, sociales diversos. Pero no todo termina en la evocación y la contaminación o hibridación. Hay también obscenidad, algo no necesariamente escatológico —esto supondría un final y una danza tanática con los ajuares de los muertos; por más cenizas que haya en Pasolini, estas siempre son sagradas—, pero sí residual, un gesto marxista claro: poner la basura delante de la cámara. Lo obsceno o el empirismo erótico de Pasolini.
Eso que se quiere tirar pero vuelve o se dispersa, eso que a pesar de la segregación y la violencia persiste como resto, el sobrante constitutivo a cualquier existencia, la imposibilidad de una vida higiénica, es lo que siempre acecha en Pasolini. Para Pasolini la música, la historia de la música clásica es algo más que la historia del canon, de la burguesía o la aristocracia, su creencia va más allá de eso, o es justamente esa creencia la que se sostiene en los objetos de la estética pasoliniana: hay una fuera del curso lineal de la temporalidad progresista.
Que se entienda bien, la obscenidad no es temática, ni obedece a los argumentos de sus relatos, tampoco al sistema de citas de la literatura filosófica sensual del marxismo y el sadismo, tampoco por la parresía del contenido ideológico de sus obras. Todos elementos que comparte con Warhol y Godard —santísima trinidad de la cultura visual posmoderna—. Lo obsceno en Pasolini es la indignidad del presente, su obra produce objetos artísticos novedosos, y como cualquier marxismo, esto supone que a la vez produce una humanidad nueva, al menos relaciones sociales nuevas.
Hoy Italia no será una comuna socialista, ni el mundo está cerca de terminar con la explotación entre humanos, pero la obscenidad de Pasolini, si alguien se abisma a sus obras, empieza a perder textura de los simulacros ideológicos que tapan lo real. De nuevo, nada más real que ir al cine, nada más auténtico que la ficción, nada más obsceno que la persistencia del deseo que produce nuestra vida.
Hubiera sido un gran compositor. A pesar de que tengamos el antídoto estructuralista que nos previene de creer en genios o autores, Pasolini es de esos raros, es la excepción. O quizás es un renacentista tardío. Tenía maña para todo arte. Maestro en todas las técnicas, no habría que pensar que Pasolini era un inconstante o un picaflor. Más bien hay una consciencia sobre los límites y potencias de cada técnica, sobre la distancia entre la experiencia lingüística y la aural o imaginal.
Escribe Pasolini en El cine como lengua oral: «Es el sonido (pronunciado en voz alta o escuchado mentalmente, como un músico escucha la música al leer la partitura) lo que desvía, deforma y propaga el significado por otras vías. Ahora bien, la música aplicada a las palabras es simplemente el ejemplo extremo de lo que he dicho. La música destruye el «sonido» de la palabra y lo sustituye por otro, y esta destrucción es la primera operación».
